Año 20
número 879
noviembre 17
1999
ISSN 0259-9864
NÚMERO MONOGRÁFICO
X ANIVERSARIO DE LOS MÁRTIRES DE LA UCA
Editorial A diez años del asesinato de los jesuitas de la UCA
Los mártires de la UCA en los medios
El aporte de Ellacuría a la paz en El Salvador
La cuestión de la tercera fuerza
La filosofía y "las mayorías populares"
La psicología de la liberación en Ignacio Martín-Baró
Derechos Humanos Un Segundo más para la esperanza
A diez años del asesinato de los jesuitas de la UCA
Hace diez años se perpetró un crimen horrendo en El Salvador: un grupo de militares, siguiendo órdenes del alto mando de la Fuerza Armada, asesinó a seis jesuitas y a dos colaboradoras suyas. Estas muertes se sumaron a las de miles de salvadoreños y salvadoreñas —campesinos, obreros, religiosos, profesionales, estudiantes— que, desde mediados de la década de los años 70 hasta la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, fueron víctimas de la irracionalidad, la prepotencia y el odio. La saña con la que fue cometido el crimen, así como el contexto que lo propició —la ofensiva hasta el tope del FMLN, la reacción violenta del ejército y la cadena nacional que llamaba a exterminar a los sospechosos de atentar contra el orden establecido— pusieron de manifiesto los extremos niveles de deterioro social y ético a los que había llegado el país debido al imperio del autoritarismo y a la intransigencia de quienes no tenían más opciones para producir cambios en la sociedad que la lucha armada revolucionaria.
Recordar a los jesuitas y a sus colaboradoras, honrar su memoria, supone y exige recordar y honrar a esos miles de compatriotas que murieron antes que ellos. Eso, lejos de opacar el significado de su asesinato, lo realza, lo sitúa en su verdadero contexto: el de la muerte violenta de quienes trabajaron incansablemente, y muchas veces desde el anonimato, por una sociedad más justa y solidaria. La muerte de los jesuitas de la UCA —Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno y Joaquín López y López, así como de Elba y Celina— no fue un mero accidente, un descuido, un error de cálculo. Se trató de una asesinato inscrito en una lógica institucional de terror y muerte, desde la cual los jesuitas eran considerados unos enemigos más a exterminar, al igual que lo habían sido Monseñor Romero, los dirigentes del FDR y los sindicalistas de FENASTRAS.
A diez años de aquel terrible crimen —un crimen que terminó con la vida de hombres honrados con ellos mismos y con la realidad—, es necesario insistir sobre la lógica institucional que llevó a la concreción del asesinato, así como sobre la responsabilidad de quienes la pusieron en marcha. Hay que dejar claramente establecido que no se trató del error de unos cuantos, sino de un ejercicio más de terror amparado por miembros de la más alta jerarquía política y militar. Había un aparato institucional de terror y muerte y había quienes dirigían, desde las instancias estatales superiores, su funcionamiento.
Obviar esto, es decir, ver el asesinato de los jesuitas como resultado de un desquiciamiento pasajero de un grupo de militares confundidos por la situación, es perder de vista lo más importante que ese crimen puso en evidencia: que quienes concentraban el poder político y económico en El Salvador —los militares y la oligarquía— estaban dispuestos a aniquilar a cualquiera que cuestionara ese poder. Aniquilar, exterminar, no dejar sobrevivientes: eso fue lo que hicieron con los jesuitas, con Elba y Celina. Dicho de otro modo, con los jesuitas y sus colaboradoras se pusieron en marcha, una vez más, los mecanismos de aniquilación de los que se habían servido durante décadas los grupos de poder económico y político (militar). Fueron esos mismos mecanismos los que dieron lugar al genocidio de principios de la década de los años 80.
En este sentido, hay que esforzarse por entender el asesinato de los jesuitas en su verdadero contexto. Por un lado, este crimen nos remite a los miles de salvadoreños asesinados en las dos últimas décadas por desear un país distinto, un país donde imperaran la justicia y la solidaridad. Los jesuitas, aunque expresaron singularmente ese deseo —por su talante intelectual, por su vocación cristiana, por su entrega a un país que adoptaron como suyo—, no estuvieron solos en su esfuerzo ni solos en el sacrificio. Otros los precedieron en el esfuerzo por construir los cimientos de una sociedad más humana, siendo muchos de ellos asesinados, torturados y desaparecidos. Por otro lado, en su asesinato se concretó una lógica institucional diseñada para doblegar, a través del terror y la muerte, a quienes propusieran alternativas a las violencias estructural, institucional y terrorista vigentes en El Salvador. Ciertamente, esta lógica se ejerció implacablemente sobre los jesuitas, pero ya antes había mostrado su efectividad con miles de salvadoreños indefensos.
Desde la muerte de los jesuitas, muchas cosas han cambiado en El Salvador y en el mundo. Aun en el caso de quienes abanderaron las ideas más audaces, las propuestas de cambio social radical han sido suplantadas por posiciones de compromiso con aquellos que fueron sus enemigos mortales en el pasado reciente. Así, las diferencias entre quienes hasta hace poco defendían proyectos socio-políticos distintos se han desdibujado, cerrando las opciones para unos ciudadanos cada vez más golpeados por la precariedad económica y la inseguridad.
Dicho de otro modo, la conversión (el reciclaje) de la izquierda armada no ha sido sólo hacia la democracia, sino también hacia el neoliberalismo en sus manifestaciones más perversas. En este proceso, la izquierda en su conjunto ha terminado por ser algo menos que un actor pasivo en un orden socio-económico controlado por los grupos de poder económico. Entre tanto, la derecha, sin resistencias importantes, se ha dedicado a hacer lo que más le gusta: amasar grandes fortunas valiéndose de todos los medios a su alcance. Algunos de sus miembros, responsables y/o cómplices de asesinatos, desapariciones y torturas en las dos décadas pasadas, se presentan con el mayor descaro como los adalides de la democracia. Con la ayuda de un sistema judicial viciado han hecho un borrón y cuenta nueva con su pasado, como si con sus crímenes no hubieran causado daños irreparables en el tejido social. Es indudable que tienen una deuda pendiente no sólo con las familias directamente afectadas, sino con el conjunto de la sociedad. Y es que la sociedad salvadoreña sólo podrá recobrar su dignidad si quienes la laceraron de múltiples formas son sancionados como es debido.
Tras la firma de la paz los mecanismos institucionales de terror y muerte han sido alterados, aunque no con la suficiente radicalidad como para asegurar que nunca más van a volver a ponerse en marcha. Todavía existen espacios institucionales no sometidos totalmente a la legalidad y al control de la sociedad. El andamiaje de las instituciones democráticas —desde los partidos hasta el sistema de justicia— es sumamente débil, lo cual favorece la pervivencia de nichos de ilegalidad al interior de las estructuras estatales.
Asimismo, individuos y grupos que antes vivieron del exterminio de otros —subversivos, comunistas, "piricuacos"— tienen una presencia muchas veces decisiva tanto en la esfera pública como en los círculos oscuros que quedan como herencia del pasado reciente. No paran de hablar de su credo democrático, son analistas políticos, comentaristas, conductores de programas de radio o televisión y hasta empresarios. Pero, cuando se escarba detalladamente en sus actividades, no son tan limpios y honestos como aparentan, al igual que tampoco lo fueron en el pasado. Añoran los tiempos en los que reinaban con absoluta impunidad y quisieran volver al pasado. Creen que las leyes no son para ellos, sino para los demás; desafían a los jueces, ocultan información, denigran a sus adversarios. En fin, son una amenaza para la institucionalidad democrática.
Sobran los que gritan a los cuatro vientos que ya no hay que seguir hurgando en el pasado, pues si se siguen tocando los viejas heridas éstas nunca van a sanar. Superficialmente, quizás las cosas sean así. Sin embargo, hay dinamismos históricos del pasado que configuran la realidad del presente tanto en el plano estructural como en plano simbólico. Muchas de las perversiones institucionales de ahora —por ejemplo, las que tienen atrapada a la Policía Nacional Civil— guardan estrecha relación con perversiones del pasado reciente. Muchas de las prácticas criminales de ahora —bandas de secuestradores, narcotraficantes, extorsionistas— no son ajenas a las prácticas que proliferaron entre los sectores militares, políticos y empresariales en la década pasada. Muchos de los valores de la cultura nacional actual —prepotencia, fuerza, matonería— se incubaron durante el largo reinado del autoritarismo militar. En otras palabras, el pasado no puede ser eliminado por decreto o por la voluntad de unos bienintencionados que quieren proteger a las generaciones presentes y futuras de los fantasmas que acosaron a sus padres.
Recordar a los jesuitas de la UCA —y con ellos a todos los asesinados por su compromiso con la justicia— es enfrentarse críticamente con el presente de El Salvador. Aunque la guerra terminó e importantes garantías democráticas se han establecido, quedan muchas cosas aún por hacer. Quedan puntos oscuros por aclarar y responsabilidades por establecer. Quedan cuentas pendientes por saldar. Y todo esto para dignificar a una sociedad que ha sido violentada y maltratada durante largo tiempo sin que aún se haya hecho justicia.
El 11 de noviembre recién pasado El Diario de Hoy publicó un especial sobre la ofensiva guerrillera de 1989. A media página los redactores añadieron una frase bajo el subtítulo "El asesinato de los jesuitas". No guardaba relación alguna con el tema que se desarrollaba en la nota y, sin embargo, apareció con letra más grande y resaltada en negrillas. Decía así: "Ignacio Ellacuría, considerado el «ideólogo de la izquierda», y otros cinco jesuitas fueron asesinados el 16 de noviembre de 1989, en la sede de la Universidad Centroamericana (UCA), calificada como uno de los «santuarios del FMLN» durante la agresión armada".
El especial estaba dedicado a exponer la versión de sus realizadores sobre los motivos que llevaron al FMLN a tomarse por las armas importantes zonas de San Salvador. Se trató, en definitiva, de que los periodistas comentaran —porque no se trataba de un informe, sino de un comentario, pese a encontrarse en la sección de noticias y no en las páginas editoriales— los diez años del "fracaso comunista". Que en tal contexto haya aparecido esa tendenciosa anotación sobre el asesinato de los jesuitas no lleva a otra cosa que a poner una vez más en entredicho el compromiso con la verdad del que tanto se ufanan El Diario... y sus redactores.
Es tendencioso, en primer lugar, que, sin ningún tipo de aclaración ni contextualización, se diga de Ellacuría que fue considerado el "ideólogo de la izquierda" y de la UCA que fue calificada como un "santuario del FMLN". Tendencioso porque no se menciona cuán crítico fue siempre Ellacuría respecto del FMLN, hasta el punto de granjearse problemas y animadversiones del movimiento insurgente; ni mucho menos se especifica en el "especial" para qué sectores en particular era que Ellacuría y la UCA merecían tales calificativos. Tal y como está escrita, dicha formulación podría llevar a un lector incauto a pensar que esas consideraciones son fruto de un consenso general. Falso.
Cualquier persona con un mínimo de honestidad hacia los hechos podría dar fe de que quienes opinaban así del rector de la UCA y de la Universidad misma no eran más que un sector específico de la sociedad salvadoreña: el sector de la Fuerza Armada que planeó y ejecutó el asesinato y las clases altas del país que avalaron y justificaron el crimen. No puede, pues, ser menos que perturbador el hecho de que uno de los rotativos de mayor circulación disfrace como noticias los argumentos que sirvieron de motivo para acabar con la vida de unas de las personas más entregadas a la superación de los problemas de El Salvador.
Es tendencioso, en segundo lugar, que la frase se haya añadido de manera inconexa en medio de un supuesto reportaje sobre la ofensiva. Sabemos que el asesinato de los jesuitas se dio en el marco de esos hechos, pero, como se mencionó antes, la nota no era un recuento histórico de aquellos días, sino una reflexión parcializada sobre las causas que llevaron a la toma de la capital por parte de los "terroristas". Eso indica que el objetivo de quienes elaboraron el "especial" era vincular al FMLN con los jesuitas asesinados, tal como lo hicieran los responsables materiales, intelectuales y sociales del crimen. Otro motivo para inquietarse.
De acuerdo con esta manera de interpretar la historia reciente del país, resulta que el asesinato es justificable. Después de todo —se diría, y se dice, de hecho—, Ellacuría y su equipo (al igual que Monseñor Romero) "se metieron en política" y al hacerlo perdieron, además de su calidad de sacerdotes, la calidad de seres humanos cuyas vidas merecen absoluto respeto. La participación política de los jesuitas en la vida nacional explica —según este punto de vista— porqué pasaron, de ser un grupo de intelectuales molestos para el régimen, a convertirse en un cúmulo de "terroristas" más, merecedores de una muerte cruel y sangrienta.
Se trata de la típica manera de argumentar de la extrema derecha y de gran parte de los estratos altos de la sociedad salvadoreña respecto a este tema. Sumida en una asombrosa ignorancia sobre la realidad de El Salvador y poseída por el culto a los bienes materiales, la mayoría de los miembros de estos sectores sociales necesita de este tipo de frases hechas, fáciles y enceguecedoras para hallarle sentido al sin sentido de la violencia perpetrada contra personas inocentes. A este sector se suma El Diario... cuando, en lugar de informar a la población, tergiversa la historia; cuando privilegia una perspectiva sobre las demás; peor aún, cuando da a esa perspectiva carácter de verdad absoluta.
Sería injusto no añadir aquí que no fue esa frase —tan corta pero tan expresiva— lo único que el matutino publicó en torno a la conmemoración del asesinato de los jesuitas. El 16 de noviembre también hubo una nota en la sección de "nacionales" en la que se recordó el crimen. A ella se suma una página más que no podía faltar en la sección de "sucesos" del día siguiente: la noticia sobre la ex madre demandante detenida por la PNC durante la vigilia de la UCA. Ambas notas, aunque sin perder oportunidad para echarle tierra al FMLN o empañar la conmemoración de los mártires, permanecieron más apegadas a los hechos.
Pero la nota distintiva de El Diario... la puso la columna de Salvador Samayoa, casualmente (?) publicada el 11 de noviembre. En ella se encuentra una prueba palpable de que las "consideraciones" del matutino sobre Ellacuría no pueden generalizarse; prueba también de que quienes prepararon la nota violaron la mínima ética periodística de forma sumamente irresponsable. "A todos los quería mucho y su muerte me dolió hasta el fondo del alma... —expresa emotivamente Samayoa— me dolió, además, como salvadoreño, por la pérdida de personas de buen corazón, de mucho talento y generosidad, que indudablemente harían mucha falta para construir un país mejor y una sociedad más humana". Específicamente sobre Ellacuría, a quien dedica esas palabras, añade: "Ignacio era un hombre extraordinario... tenía total independencia de criterio... Era un espíritu libre. Su inteligencia era superior... ".
A su voz se sumaron las de quienes encontraron como manifestarse en otros medios. La Prensa Gráfica publicó, el 14 de noviembre, un reportaje titulado "Un tal Ignacio", en el que diferentes ex alumnos de Ellacuría expresaban en elogios sus remembranzas estudiantiles. A eso hay que añadir la cobertura del CoLatino, en abierta simpatía con la conmemoración; la del diario El Mundo, muy escasa pero neutral y, en lo relativo a medios audiovisuales, el seguimiento y espacios dedicados a esas fechas en el Canal 12 y en el Canal 33.
El que hayamos dedicado tanto espacio a comentar el punto negro en el desempeño de la prensa escrita durante este mes en el que la UCA rinde homenaje a sus mártires y a los mártires de El Salvador pudiera llevar a pensar que el balance final de estas notas será negativo. No es así. De lo que se trataba era de denunciar. Denunciar que es un grave atentado contra la verdad infundir una imagen perversa de Ellacuría y de la Universidad y que, al incurrir deliberadamente en ese error, uno de los principales medios informativos del país está atentando también contra la justicia, contra el derecho de la población a conocer su pasado por parte de una fuente fidedigna. Denunciar que no se puede admitir que se sigan esgrimiendo razones para justificar un crimen que, como cualquier otro, es injustificable. Denunciar lo poco que le interesa a la mayor parte de los medios de comunicación, arrastrados por el sensacionalismo y los intereses extra periodísticos, informar a la población sobre un acontecimiento determinante en la historia del país.
Pero estas denuncian no ocultan ni la solidaridad de algunos hacia la conmemoración del X Aniversario del asesinato, ni la seriedad y honesta preocupación por la verdad de otros, ni el hecho sobresaliente de que los mismos espacios que antes permanecían clausurados para las voces críticas no oficiales ahora se abran y admitan el disenso. Ciertamente, por desgracia, aún persisten quienes deliberadamente falsean la verdad, pero por fortuna también persisten quienes pretenden honrarla y respetarla. Que hoy ambos tengan cabida en los mismos espacios mediáticos es, sin duda, un paso decisivo hacia adelante.
En diversas ocasiones, Ignacio Ellacuría expresó su convencimiento de que el conflicto de El Salvador, pese a haber adquirido dimensiones armadas, no necesariamente pasaba por una solución militar o por una victoria de cualquiera de los dos bandos en pugna. No es difícil encontrar en sus escritos políticos ideas que planteaban la imposibilidad de una victoria militar de uno u otro bando y que proponían una solución que apuntara a la erradicación de la principal causa de la guerra: la injusticia estructural.
Paradójicamente, los sectores de la extrema derecha lo consideraron siempre como un "comandante" del FMLN, llegando incluso al extremo de considerarlo un "siniestro personaje" que debería ser expulsado del país. Esta imagen de Ellacuría fue la que finalmente desencadenó su asesinato, el de sus cinco compañeros jesuitas y el de Elba Ramos y su hija Celina. Este execrable hecho no impidió que, a final de cuentas, se impusiera la solución negociada del conflicto armado por la que Ellacuría luchó y murió.
Una revisión de artículos periodísticos de El Diario de Hoy y de otros medios de comunicación de la extrema derecha, publicados en los meses previos a la masacre de los padres jesuitas, muestra que desde entonces se fue configurando el escenario para ello, pues en estos medios se les hacía aparecer —injustificadamente— como adversarios de la fuerza armada y de la extrema derecha. Sin embargo, incluso un repaso rápido de los escritos políticos de Ellacuría muestra lo erróneo de la visión que de él tenía la extrema derecha. Vistas las cosas en perspectiva, Ellacuría fue un pionero en la búsqueda de soluciones viables para el conflicto armado salvadoreño.
Campañas de prensa y acusaciones del ejército
Desde que la UCA, de la manó de Ignacio Ellacuría, se pronunció a favor de la reforma agraria propuesta por el gobierno de Arturo Armando Molina en 1972, fue tildada de "comunista" y se convirtió en uno de los blancos favoritos no sólo de los ataques verbales de organizaciones de extrema derecha, sino también de ataques dinamiteros que dañaron la imprenta universitaria. Para los años 1988 y 1989, los ánimos estaban aún más caldeados y las acusaciones contra Ellacuría habían subido de tono hasta llegar al absurdo y la alucinación, como lo refirió en su momento el semanario Proceso en su número 409. Para algunos editorialistas de El Diario de Hoy, Ellacuría era "el enemigo más grande que tenemos aquí en contra de nuestro pueblo y de nuestra fuerza armada" (Alvaro Jerez Magaña, El Diario de Hoy, 5 de diciembre de 1988, p. 10) o "el individuo más nefasto que ha podido pisar suelo salvadoreño" (Carlos Girón, El Diario de Hoy, 25 de enero de 1989, p. 6).
De modo antojadizo, Ellacuría era relacionado automáticamente con tendencias comunistas o guerrilleras, llegando a ser calificado con diferentes epítetos como "punta de lanza del comunismo en El Salvador" (Alvaro Jerez Magaña, El diario de Hoy, 5 de diciembre de 1988, p. 10); "máximo representante del marxismo en la región" (José Hernández, El Diario de Hoy, 18 de agosto 1988, p. 25); "comandante Ignacio" (Herman Schlageter, El Diario de Hoy, 4 de octubre 1988 p. 6); "adalid de la izquierda" (Justiniano, El Diario de Hoy, 4 de abril 1988, p. 10); "principal líder de la llamada izquierda cristiana", "agitador vasco" que debería ser expulsado del país por "revoltoso" (Manuel Aguilar Trujillo, El Diario de Hoy, 25 de mayo 1988, p. 6); "asesino de la juventud" (El Diario de Hoy, 18 de noviembre de 1988, p. 15).
El descontento que Ellacuría provocaba en la extrema derecha le llevó a ésta a perder la razón. Algunos de sus miembros llegaron a afirmar que "poco después de la Segunda Guerra Mundial llega al país un siniestro personaje, que no sorprendería mucho si resultara ser un agente de la KGB en el país" (Waldo Ramírez, El Diario de Hoy, 3 de junio 1988, p. 16). Sin embargo, la acusación más insistentemente vertida en contra del entonces rector de la UCA fue la de ser "apologista de las minas quita pie" (Carlos Noria, El Diario de Hoy, 19 mayo 1989, p. 6; El Diario de Hoy, 15 de noviembre 1988, p. 6; Cruzada Pro Paz y Trabajo, El Diario de Hoy, 15 noviembre 1988, p. 41; Tulio Sánchez Segovia, El Diario de Hoy, 2 diciembre 1988, p. 7; Comité Cívico Patriótico, El Diario de Hoy, 18 marzo 1989, p. 38; El Diario de Hoy, 5 de mayo 1989, p. 23; El Diario de Hoy, 15 de mayo 1989, p. 10).
Además de las acusaciones personales contra Ellacuría también existían fuertes señalamientos contra sus compañeros jesuitas, al grado de considerarlos "maestros del engaño" (Ricardo Fuentes Castellanos, La Prensa Gráfica, 4 de enero 1988, p. 7); "testaferros del comunismo internacional" (Herman Schlageter, El Diario de Hoy, 19 de agosto 1988, p. 6); "directores intelectuales" de la destrucción y desordenes callejeros (Carlos Raúl Calvo, El Diario de Hoy, 21 septiembre 1988, p. 2; Cruzada Pro Paz y Trabajo, El Diario de Hoy, 3 de julio 1989, p. 39). Incluso el mismo partido ARENA y el Estado Mayor de la Fuerza Armada publicaron sendos campos pagados para acusar al P. Segundo Montes de justificar "los actos terroristas del FMLN" (El Diario de Hoy, 13 de abril 1989, p. 13 y El Diario de Hoy, 16 de abril 1988, p. 13).
Fue en este contexto que la imprenta de la UCA fue dinamitada en dos ocasiones, a la misma usanza de 1972, los días 29 de abril y 22 de junio de 1989. Para un editorialista de El Diario de Hoy los ataques no eran lo suficientemente severos, pues los consideraba "bombas menores que no hacen ningún perjuicio sustancial, o que simplemente no estallan, pero que se prestan para fabricar mártires y justificar posteriores terrorismos" (El Diario de Hoy, 4 de mayo de 1989). Cabe destacar que este reseñado de acusaciones contra los padres jesuitas no es exhaustivo y deja por fuera un gran número de la misma índole.
La visión de Ellacuría: solución por la vía negociada
Los rabiosos ataques en contra de Ignacio Ellacuría resultan mucho más pasmosos e incomprensibles si se revisa su obra escrita, donde se evidencia un total rechazo hacia la vía militar como forma de solucionar los problemas estructurales del país. Incluso Ellacuría participó en el debate nacional, aun cuando sabía los peligros que corría, como lo reconoció al escribir que "es evidente desde un primer momento que el problema de la solución a la actual cuestión salvadoreña está sujeto a toda suerte de apasionamientos, pues no en vano ha sido y es para tantas personas cuestión de vida o muerte" ("¿Solución política o solución militar de El Salvador?". ECA, 1981, 390-391: 295-324). La amenaza de la muerte no le impidió expresar en diferentes escritos sus ideas sobre la solución de la guerra. Eso fue lo que a final de cuentas le acarreó la animadversión de la extrema derecha y su posterior asesinato, pese a que en ningún momento propuso como solución una victoria militar del FMLN o utilizó falsedades para fundamentar sus posiciones.
Su posición al respecto era que "una solución militar por parte de la Fuerza Armada, intervenida por el ejército de Estados Unidos, aunque fuera materialmente posible, dejaría sin resolver el problema nacional y no permitiría la anulación del poder oligárquico e imperialista, que gravita sobre la realidad salvadoreña y es la causa principal de sus males". Y también que "una solución militar por parte del FMLN, aunque fuera posible, no respondería a lo que es el movimiento revolucionario y podría llevar a desviacionismos importantes en el modo de alcanzar la victoria y en el modo de administrarla" (ibíd.).
A lo largo de toda la década pasada, Ellacuría señaló la imposibilidad del triunfo militar de cualquiera de los dos bandos en pugna e incluso cuestionó la legitimidad de los proyectos sociales de ambos. Propuso la creación de una "tercera fuerza social" que sería posible en la medida que el "pueblo recupere su protagonismo activo sin someter su fuerza y su posible organización a ninguna de las dos partes en conflicto, mirando fundamentalmente por sí y sus intereses" ("Replanteamiento de soluciones para el problema de El Salvador". ECA, 1986: 447-448: 54-75). Según él, esta "«tercera fuerza social» no debe permitir que el diálogo se retrase indefinidamente con pretextos baladíes y debe denunciar y presionar con toda claridad al que estime más responsable del retraso" (ibíd.).
Puede afirmarse con certeza que Ellacuría distaba mucho de ser un "enemigo del pueblo" o "punta de lanza del comunismo", como lo acusaban sus trasnochados detractores; por el contrario, se mostraba independiente, libre de prejuicios y con opción por las mayorías populares. Por ejemplo, con motivo del inicio del primer gobierno de ARENA en 1989 afirmaba que "no tiene mucho sentido que todos se pongan en contra del gobierno de ARENA. Porque pudiera suceder que tal disposición, lejos de servir a las mayorías populares, se convirtiera en un revulsivo para nuevas formas de violencia, que sin repetir lo acaecido en 1980-1983, pudiera asemejarse bastante. Y esto, ciertamente, sería una tragedia nacional y popular" ("¿Resolverá el gobierno de ARENA la crisis del país?". ECA, 1989, 488:413-428).
La ofensiva y el desenlace final
A partir del triunfo electoral del primer gobierno de ARENA los ataques contra la UCA se incrementaron —al grado de registrarse los atentados dinamiteros referidos antes. Además, con el inicio de la ofensiva militar del FMLN, en noviembre de 1989, se transmitieron a través de cadena nacional de radio opiniones de supuestos radioescuchas que proferían amenazas de muerte contra los jesuitas de la UCA; contra Monseñor Arturo Rivera y Damas, Arzobispo de San Salvador; y contra Monseñor Gregorio Rosa Chávez, Arzobispo Auxiliar. El 12 de noviembre los operadores de la cadena no tuvieron ningún reparo en pasar al aire declaraciones como: "Ellacuría es un guerrillero, ¡que le corten la cabeza!" o "deberían sacar a Ellacuría para matarlo a escupidas"; al mismo tiempo, censuraban llamadas de radioescuchas que se oponían a ese tipo de mensajes.
Cuatro días después, el 16 de noviembre, un grupo de soldados del batallón elite "Atlacatl", al mando de los tenientes Yusshy René Mendoza y José Espinoza, recibió la orden, emanada del coronel Guillermo Benavides, Director de la Escuela Militar, de ejecutar a los jesuitas de la UCA. Antes de dar tan siniestra y cobarde orden, este último sostuvo una reunión previa con el Alto Mando de la Fuerza Armada, incluido el entonces Presidente de la República y actual presidente del partido ARENA, Alfredo Cristiani y otros altos jefes castrenses (Proceso, 414, 426 y 446).
Implicaciones
Resulta sorprendente como la parcialidad, intolerancia, baja capacidad intelectual y prejuicios pudieron llegar a deformar tanto los planteamientos de Ignacio Ellacuría, al grado de leer sus propuestas objetivas de solución al conflicto armado como incitaciones al desorden civil y a la agitación social. Los ataques contra Ellacuría y sus compañeros muestran fehacientemente el modo en que los medios de comunicación pueden ser instrumentalizados para difundir interpretaciones parcializadas y prejuiciadas que, como en el caso de la UCA, pueden resultar mortales.
La misma historia se ha encargado de dar la verdad a quien la tiene y la visión de Ellacuría de una solución negociada al conflicto se impuso finalmente en 1992, aunque para ello tuvo que ofrendar su vida. Sus detractores han tenido que contemplar como el FMLN se integra en la vida política del país, dando paso a una época de relativa paz. Sin embargo, aún resta implementar muchas soluciones estructurales a las injusticias económicas y sociales, así como la construcción de esa "tercera fuerza social" que respaldaría los intereses de las mayorías populares.
Actualmente, el desencanto con la política ha alcanzado cotas considerables, tal vez las mayores desde la firma de los Acuerdos de Paz. Del entusiasmo y la esperanza que éstos generaron se ha pasado a una actitud generalizada de pesimismo y profunda desconfianza hacia la capacidad de la esfera política para representar y ser coherente con los intereses y necesidades de las mayorías. En una dinámica sumamente contradictoria, pocas veces en la historia reciente del país se ha insistido tanto en la participación de la sociedad civil en la política y al mismo tiempo los miembros de esta última (partidos políticos y gobierno) se han ensimismado de modo tan radical en sus intereses particulares.
No injustificadamente el editorial del número anterior de este semanario concluía, en relación con el proceso de elección del Fiscal General, que "no vale la pena... tomar parte en los juegos de poder de la Asamblea" ("Un fiscal a la medida", Proceso, 878). Y es que nada en la actual coyuntura da pie para afirmar que valga la pena participar en la dinámica política. Por el contrario, es claro que las invitaciones a colaborar que los partidos políticos y los órganos del Estado dirigen a la sociedad civil buscan más amenizar con tintes democráticos sus fiestas privadas que hacerla efectivamente participe en la toma de decisiones.
Los ejemplos que ilustran esta situación sobran. Las "consultas populares" que como candidato realizó Francisco Flores para la elaboración de su plan de gobierno (política que no ha tardado en imitar Luis Cardenal, candidato a la Alcaldía de San Salvador) y el llamado de la Asamblea Legislativa solicitando que la sociedad presentara una lista de candidatos para elegir de ella al Fiscal General son dos hechos que ejemplifican a la perfección el distanciamiento entre la política y la sociedad. En ambos, el supuesto acercamiento de los políticos a la sociedad civil fue completamente estéril: ni el Presidente ni la Asamblea han reflejado en su acción diaria algún efecto de su descenso a la ciudadanía.
Las razones que explican el fracaso de la participación civil en la política son varias. En primer lugar, la posibilidad de la sociedad civil de participar está dada siempre por los actores políticos: es el candidato de turno o una instancia del Estado la que condesciende a permitir la participación de los sectores sociales en su práctica política. En segundo lugar, y debido a esta relación vertical entre los políticos y los ciudadanos, son los primeros los que deciden el cuándo, el cómo y el quién de la participación. Así, por ejemplo, fue el Francisco Flores candidato quien diseñó la modalidad con la que escucharía a un sector de la población en el transcurso de su campaña electoral. Con esto, obviamente, ni se escuchó a todos ni a los pocos que participaron se les trató de la misma manera.
En tercer lugar, en cuanto es la política la que se acerca —la que instrumentaliza— a la sociedad civil —por supuesto, a los sectores de ella que más le convienen— no existe un poder vigilante que garantice el cumplimiento por parte de los políticos de los compromisos y promesas —por mínimos y limitados que estos sean— que se originan de la participación. Finalmente, es determinante para el fracaso de la participación ciudadana en la política el que aquélla se conciba en términos de simple consulta y no en términos de formulación conjunta de proyectos. Actualmente, la esfera política ha limitado la participación ciudadana a permitir que la sociedad hable y proponga, impidiendo que decida efectivamente. Las consultas ciudadanas hoy por hoy han servido más para desviar la atención y hacer menos traumáticas decisiones y proyectos tomados de antemano que para hacer operativo el sentir y las exigencias de la sociedad en la práctica política. Un duro ejemplo de esto ha sido el proceso que se dio en torno al documento de las Bases para un plan de nación (ver Proceso, 876).
En este contexto de obvia desconexión de la política con la sociedad, en el cual los partidos y el gobierno no sólo se han desentendido de las necesidades apremiantes de la población, sino que, además y aún más grave, se las han ingeniado para poner cortapisas a los mecanismos encargados de ejercer un control sobre el desempeño y la práctica gubernamental, se vuelve apremiante buscar una forma en que la sociedad civil participe abierta y efectivamente en la definición del rumbo del país. Un país con una economía que roza la crisis, con unos partidos políticos desacreditados y cuyo único mecanismo de participación democrática institucionalizado (las elecciones) ha perdido atractivo para un gran sector de su población.
Una formulación interesante sobre un modelo de participación de la sociedad en la política es la tercera fuerza, teorizada por Ignacio Ellacuría en 1985. La formulación de este concepto se dio en el marco de un conflicto armado del que ya para entonces el autor vaticinaba que no se resolvería con la victoria militar de uno de los dos bandos en contienda. A continuación se presenta, primero, una revisión de los factores a los que Ellacuría buscaba responder con su propuesta; segundo, las características principales de lo que sería la tercera fuerza y, finalmente, un breve análisis de la validez de la propuesta de Ellacuría para el momento actual.
La necesidad de una alternativa
Para Ellacuría, la causa originaria ("el principio") del conflicto armado fue la injusticia estructural, entendida como un "estado generalizado de subdesarrollo y miseria" injusto en sí mismo y estructural en tanto que "depende de la determinación y de la interacción de una clases o grupos sociales sobre otros y, a su vez, afecta al conjunto de las estructuras sociales" (Ellacuría, I., "Replanteamiento de soluciones para el problema de El Salvador", Veinte años de historia en El Salvador (1969-1989). Escritos políticos, Tomo II, UCA Editores, San Salvador, 1993, p. 1107). Parte esencial de esta injusticia estructural es la violencia: siendo en sí mismo un estado social violento —en cuanto pone freno a la vida y a la convivencia mínima—, se mantiene por obra de la violencia represiva (Estatal) que en reacción genera y se alimentaba retroactivamente de la violencia subversiva (la del proyecto guerrillero). Lo característico de esta espiral de violencia era, pues, que no arrojaba ganador; por el contrario, robustecía a cada uno de los bandos (el "norteamericano-gubernamental" y el FMLN-FDR) y prolongaba la guerra.
Así, para Ellacuría, la pacificación de la sociedad salvadoreña implicaba no sólo resolver el problema de la injusticia estructural, sino también el conflicto que se originaba a partir de ella. Y en esto tenía claridad meridiana: solucionar lo segundo sin lo primero implicaría que la lucha armada no tardaría en resurgir; mientras que lo contrario sería imposible en tanto que la producción y distribución de bienes necesarios para superar la injusticia estructural tendrían como obstáculo un conflicto que profundizaba el subdesarrollo y la miseria. La tesis de la que partió Ellacuría para formular la necesidad de la tercera fuerza (tesis que el transcurso del tiempo y de los acontecimientos no tardarían en validar) fue que ni el proyecto norteamericano-gubernamental ni el del FMLN-FDR podían ofrecer una solución plausible tanto a la injusticia estructural como al conflicto político-militar que se generaba a partir de ella.
En primer lugar, porque tanto el gobierno como el FMLN-FDR, por el carácter prolongado de la guerra, habían sabido adecuar sus respectivas estrategias militares a los movimientos del oponente. Así, la posibilidad de una victoria militar por parte de uno de los bandos era remota: ni el FMLN estaba en la capacidad de realizar una contraofensiva definitiva ni el ejército, a pesar de la ingente ayuda norteamericana, era capaz de lograr victorias decisivas sobre la guerrilla. En el caso improbable de que una de las fuerzas venciera a su contraria (cese del conflicto por la vía armada) los problemas del país tampoco se resolverían. Para Ellacuría, la victoria del FMLN-FDR sólo supondría la repetición de la experiencia nicaragüense, con lo cual el conflicto no terminaría y, por ende, la injusticia estructural no podría ser resuelta debido a la lógica de la nueva guerra. Por su lado, una victoria militar del proyecto norteamericano-gubernamental implicaría la pérdida del interés en la solución de la causa estructural del conflicto.
En segundo lugar, la lógica de la guerra y su prolongación volvían imposible cualquier intento de aplicar reformas económicas que solucionaran la injusticia estructural. Un gobierno maniatado para llevar a cabo reformas estructurales de relevancia, una economía que destinaba la mayor parte de sus recursos al mantenimiento de la guerra y un desarrollo improbable como fruto del sabotaje y la falta de inversión privada eran algunos de los factores que para Ellacuría imposibilitaban la solución de la injusticia estructural sin el cese del conflicto bélico. En tercer lugar, pese a que el empate militar entre las dos fuerzas había obligado a reconsiderar la opción del diálogo, para Ellacuría no podían esperarse de aquél resultados positivos. Por un lado, porque las propuestas del FMLN-FDR y el gobierno eran excluyentes y, por otro, porque el FMLN supeditaba la negociación a las exigencias de la lucha armada y el capital privado previsiblemente ejercería la presión necesaria para echar abajo los intentos negociadores del gobierno.
Ante la doble constatación de que el problema de El Salvador sólo se resolvería en la medida que se pusiera fin a la injusticia estructural y al conflicto armado y que ninguno de los dos poderes de aquel entonces tenía la posibilidad de realizar tal tarea, Ellacuría propone la construcción de una tercera fuerza que desentrampara e hiciera discurrir positivamente el proceso.
La tercera fuerza
La tercera fuerza es la propuesta de solución de Ellacuría a un proceso que se había estancado en la dinámica entre dos únicas fuerzas, que en sí mismas no tenían capacidad de desatascarlo sin incurrir en graves costos, económicos y humanos, para el país. La propuesta parte del reconocimiento de dos hechos: por un lado, en ese momento existe "un conjunto contrapuesto de fuerzas políticas... que llevan la batalla del poder político, el intento de la toma del poder estatal, aunque digan querer este poder estatal para beneficiar a toda la sociedad" (Ellacuría, I., "Caminos de solución para la actual crisis del país", Veinte años de historia en El Salvador (1969-1989). Escritos políticos, Tomo II, UCA Editores, San Salvador, 1993, p. 1162); por otro, "hay una gran parte de la población, que sin pretender el poder político y sin tener capacidad para lograrlo, tiene o pude tener una gran fuerza más social que política, la cual, de momento, no está siendo utilizada para ayudar a resolver el conflicto" (Ellacuría, I., Replanteamiento de soluciones...", op. cit., p. 1127).
La apuesta de Ellacuría es por darle vida a esta "gran parte de la población" inactiva y cuyos sectores estaban desarticulados. "La propuesta es que el pueblo recupere su protagonismo activo sin someter su fuerza y su posible organización a ninguna de las dos partes en conflicto, mirando fundamentalmente por sí y sus intereses, sin delegarlos, al menos en un primer momento, en ninguno de los poderes que se disputan el mando del Estado" (ibídem). Así pues, de conformarse, la tercera fuerza constituiría un elemento importante para defender los intereses de las mayorías populares, presionar para una salida negociada al conflicto y propiciar la solución de su causa. Ellacuría insistirá hasta la saciedad en dos puntos: la apoliticidad y autonomía necesarias de la tercera fuerza.
La especificidad de la tercera fuerza es su carácter social y no político. Ellacuría proponía una fuerza alternativa a las dos existentes que, sin buscar el poder político para sí (la consecución del Estado), utilizara su fuerza social para defender los intereses más propios de los sectores que la conformaran, así como también los del país en general, delineando para ello "los puntos fundamentales de un proyecto social al cual los políticos debieran someterse" (ibídem). La tercera fuerza debería surgir como una fuerza que mediara entre los intereses de los grupos enfocados en alcanzar el poder político (los partidos y el gobierno) y los intereses de los individuos. El único carácter político que podría atribuírsele a la tercera fuerza estaría dado por su capacidad para influir decisivamente sobre la esfera política en aras del bien común.
Llevar a cabo su tarea le implicaría necesariamente a la tercera fuerza mantenerse autónoma, tanto en su unidad como en sus partes. Ser fachada de un grupo político o surgir para favorecer el proyecto de uno en específico desvirtuaría lo que la hace "tercera", eliminaría su potencial para promover y defender el bien de la sociedad y presionar a los poderes políticos a adecuarse a aquél. Esto no descarta, sin embargo, que la tercera fuerza pudiera favorecer, electoralmente o por el medio que fuere, los proyectos de grupos políticos específicos. Pero ello siempre y cuando fuera fruto de una determinación autónoma, fundamentada en el acercamiento de estos proyectos políticos a las medidas precisas que para la tercera fuerza fuesen necesarias para el desarrollo del país. Si a la permanente búsqueda de autonomía se le sumara la preocupación por evitar el hegemonismo, para Ellacuría, la tercera fuerza llegaría a ser "una demostración palpable de democracia social" (Ellacuría, I., "Caminos de solución...", op. cit., p. 1168).
Para Ellacuría, las metas de la tercera fuerza eran: a mediano plazo, "potenciar un desarrollo integral y justo que tuviera en cuenta como [objetivo fundamental] la superación del estado de injusticia estructural" (ibíd., p. 1165); a corto plazo, entregarse a la tarea de concluir el conflicto armado por medio de una negociación orientada por los intereses de las mayorías (en contraste con sus afirmaciones iniciales, Ellacuría ve, en 1987, que el conflicto ha tomado consistencia propia, por lo que su "finalización justa" se vuelve condición de posibilidad para superar la injusticia estructural); y, a plazo inmediato, "buscar una convergencia social efectiva de las distintas fuerzas sociales en la «tercera fuerza» para que ésta se hiciese sentir... en las coyunturas cotidianas" (ibídem).
Por otra parte, el criterio para decidir la participación de un sector en la tercera fuerza estaría dado por la cercanía de sus intereses y objetivos con las dos primeras metas ya planteadas. Sólo los que tuvieran un compromiso decidido con la solución de la injusticia estructural que oprimía a la mayoría de los salvadoreños y con el cese del conflicto por la vía no-armada podrían integrarse a la tercera fuerza. Aunque Ellacuría no pretendió hacer una lista detallada de los posibles integrantes, menciona los que a su criterio tenían más posibilidades de asumir las metas planteadas: los sindicatos, el sector educativo y universitario, el sector profesional, el conjunto de iglesias (sobretodo la católica), la pequeña y mediana empresa y el sector conformado por los desplazados, los subempleados, los desempleados y los marginados. Finalmente, para conseguir sus fines, la tercera fuerza podría echar mano de los medios más diversos, excluyendo los violentos: negociación, presión mediante huelgas o manifestaciones, concientización e, incluso, desobediencia civil.
La vigencia de la tercera fuerza
Ciertamente, la tercera fuerza fue la respuesta de Ellacuría a un problema grave para el país, pero coyuntural. Y en cuanto tal podría pensarse que su vigencia estaría profundamente limitada por la desaparición o enfriamiento de algunas de las condiciones desde las cuales la propuesta se originó: la guerra cesó por medio de las negociaciones (sobre las cuales tuvo siempre Ellacuría una palabra precisa) y los Acuerdos de Paz atajaron algunos de los efectos más perniciosos de la guerra y sentaron las bases para una transición mínima hacia la democracia. Sin embargo, esta perspectiva perdería de vista lo que de estructural hay en el análisis de Ellacuría para proponer la construcción de la tercera fuerza.
No hay que olvidar que Ellacuría apuntaba a la solución de la injusticia estructural, como tarea a mediano plazo, cuando planteaba la constitución de la tercera fuerza. En este sentido, la vigencia de su propuesta estaría dada en la medida que se hubiera superado la injusticia estructural de la sociedad salvadoreña. ¿Qué tanto se ha avanzado en la solución del estado generalizado de subdesarrollo y miseria que Ellacuría diagnosticaba como causa de los problemas de El Salvador? La respuesta: demasiado poco y con demasiada lentitud.
Por otra parte, la propuesta de la tercera fuerza respondía a la necesidad de situar al pueblo, a las mayorías como fuerzas sociales, como "sujeto real de su propio destino político" (Ellacuría, I., Replanteamiento de soluciones...", op. cit., p. 1128). La tercera fuerza, en tanto fuerza autónoma del poder político, vigilante y creadora de un "proyecto social" al que debería de responder la esfera política; en tanto poder real que de constituirse podría sacar de su ensimismamiento egoísta a la clase política; en tanto demostración y ejercicio de democracia social, tiene gran vigencia hoy en día. Las razones son obvias cuando se atiende al panorama que hemos bosquejado antes: la política se ha desconectado de la esfera social y sólo recurre a ella (instrumentalizándola) para servir a sus intereses particulares. Además, existe un vacío de control sobre el Estado y la política en general que no da señales de que será resuelto desde adentro, por lo que una respuesta que provenga allende la política se vuelve perentoria.
¿Existen las condiciones sociales para la constitución de una tercera fuerza al modo de Ellacuría? Incluso un repaso rápido del estado actual de las fuerzas sociales arroja una respuesta positiva. El proceso que se dio con la consulta y discusión de las Bases para el plan de nación; la intensificación de las luchas reinvindicativas de los sindicatos de trabajadores de instituciones públicas y su paulatina confluencia hacia una gran organización integradora (el MOLI, es sólo un primer indicio de ello); la participación de gremios de profesionales en la vida pública (de la cual SIMETRISSS es la punta de lanza y su manifestación más prometedora) y la colaboración entre las universidades del país para discutir y proponer soluciones a los problemas más importantes del país, son piezas significativas, aunque aisladas, del espíritu y los sectores que actualmente podrían constituir una tercera fuerza.
Las ventajas de retomar la propuesta de Ellacuría son obvias: la constitución de una tercera fuerza permitiría que estos esfuerzos aislados por incidir en la política cobraran la contundencia y fortaleza que da la unidad. Si ya le es difícil al gobierno de Flores lidiar con las acciones conjuntas de un gran número de sindicatos, más difícil le sería no atender a sus exigencias (a las más justas de ellas) si éstas se integraran con las de otros sectores de la vida social del país. Adicionalmente, la participación de las Universidades y los profesionales en una hipotética tercera fuerza propiciaría superar el inmediatismo y la obcecación en las medidas de hecho que han caracterizado a las últimas gestas sindicales.
Una de las categorías de mayor peso teórico en el pensamiento social ellacuriano era la de "mayorías populares". Éstas, en tanto grupos expoliados por el sistema económico-político, se constituían en sujetos y referentes directos de la liberación. A ellas estaba destinada la función liberadora de la filosofía que afanosamente trató Ellacuría de perfilarnos con algunos artículos y trabajos. Huelga decir que, para este filósofo, una de las dificultades fundamentales con las que había tropezado la filosofía latinoamericana en su intento de situarse en un nivel decoroso de "originalidad" o, al menos, de poseer una fuerza discursiva allende las fronteras de nuestro continente —como lo habían hecho la teología o el arte—, se debía a su desacierto en el punto de partida: las diversas filosofías latinoamericanas no habían tomado en cuenta, no se habían situado correctamente en la verdadera "praxis" de la liberación.
Una cosa es cierta: esta categoría ellacuriana, compartida por muchos otros pensadores de estas latitudes durante las décadas de los años 70 y 80, sigue conservando mucha validez y conteniendo su importancia debida no sólo para las reflexiones filosóficas, sino también para otras disciplinas elaboradas desde América Latina como la sociología, la psicología social o la teología, cuyas finalidades teóricas se han visto emparentadas con las de la primera. Y decimos que sigue conservando "mucha" validez porque la historia misma de la filosofía le ha enseñado a ésta que su carácter político va más allá de un mero interés por aspectos temáticos abordables parcialmente como el fin del Estado o cuántas formas de gobierno han tenido una formidable aceptación en el mundo occidental. Más bien, la "politización de la filosofía" que pretendió Ellacuría se enmarcó en la continuación del ideal socrático que se orientaba al interés y a la preocupación por los graves problemas humanos. Podríamos quizás hablar hoy de una "antropologización del pensamiento filosófico" —sin que por ello se desvirtúe o niegue la riqueza misma de este saber— por cuanto son los seres humanos en sus precisas circunstancias los destinatarios de la labor "crítica" y "creativa" de la filosofía.
No obstante, como toda categoría está supeditada a los avatares de la historia por el mismo hecho de que resulta ser una elaboración humana desde un momento preciso, la categoría de las "mayorías populares" debe ser replanteada hoy en día. Por eso mismo aludíamos antes que este concepto sigue teniendo "mucha" validez, pero no la validez completa. Ciertamente, para los años 70 y 80 ella evocaba una crítica a los procesos de opresión que vivían grandes sectores de la población, tanto en el país como en América Latina y, a la vez, significaba una apuesta ética por ellas; empero, como los aportes de las ciencias sociales nos han dado últimamente muchos rudimentos para comprender mejor a los seres humanos y el marco social en el cual se mueven, resulta indispensable no continuar calcando o expresando acomodaticia y miméticamente dicho concepto. Ello no significa por parte nuestra una postura "posmoderna" que desea desmantelar todo intento emancipador que había quedado como un tesoro conceptual invaluable en la mencionada categoría, frente a otras que han sido desfundamentadas en estos últimos tiempos por carecer de poco alcance teórico. Aunque, con todo, los posmodernos nos han hecho caer en la cuenta de lo peligrosas que pueden llegar a ser ciertas teorías que no admiten reinterpretaciones o cuyos supuestos no desean ajustarse a la historia (¡el totalitarismo de las ideas!).
Lo que estamos proponiendo es resituar la categoría de "mayorías populares" para su adecuado uso en la reflexión filosófica. Ya no deberíamos utilizarla como un concepto que designa una realidad homogénea. Las "mayorías populares" tienen nombre y apellido, no constituyen una masa amorfa sin identidades particulares. Las "mayorías populares" no sólo continúan sufriendo, en su conjunto, las vejaciones del sistema, sino que en su interior se dan diversos tipos de vejaciones, porque son un conjunto de sectores diversos quienes la integran. No podemos hablar entonces de "mayorías populares" sin más y olvidar que entran en ella niños, mujeres, ancianos, jóvenes, campesinos, obreros, etc., y que cada uno de ellos posee sus particulares problemas. Por ejemplo, ¿cómo podemos hablar hoy en día en términos macros o vagos de "mayorías populares" cuando los datos sociológicos nos indican que los mayores destinatarios de la violencia en el país son los hombres jóvenes entre los 15 y los 30 años?
Se nos dirá que la filosofía siempre ha buscado conceptos que integren el máximo de realidad —si no es que la realidad completa— como la "sustancia", el "mundo de la vida", el "de suyo" o el "Da sein", entre otros. Sin embargo, aun dichas categorías gozan en su interior de particularidades que no se pueden perder de vista. Ante la categoría de "mayorías populares" no nos enfrentamos a cosas u objetos, sino a seres humanos que, si bien comparten una unidad filética (es decir, una unidad en cuanto forman una especie, la especie o phylum humano), ello no borra cada una de sus particularidades. En ese sentido, cada miembro de la especie humana no es "otro más" idéntico a sus congéneres, sino es un individuo común y a la vez único. La "unidad en la diversidad", de la que nos han hablado Heráclito, Hegel, los posmodernos o filósofos latinoamericanos como Zea y Serrano Caldera, nos debería servir para reinterpretar a ese conjunto de seres humanos expoliados por el actual sistema económico-político. Es más, no habría porqué restringir el ámbito de los sujetos que integran a las "mayorías populares."
Hoy más que nunca nos damos cuenta de que, si bien los "pobres" se convierten en los sujetos que viven intensamente la "opresión", ésta no posee una sola cara ni se da exclusivamente para un determinado sector. También muchos de nosotros que poseemos el privilegio de la cultura o de otros medios nos encontramos con una vida que cotidianamente nos presenta amenazas. Piénsese por ejemplo en la abulia política de las autoridades por controlar a través de leyes rígidas la contaminación generada por el transporte en la ciudad. O piénsese en la falta de legislación para no urbanizar en zonas de alto riesgo por sus condiciones sísmicas, lo cual es aprovechado con o sin malicia por las empresas constructoras. Los ejemplos se podrían alargar en una amplia lista, pero lo que interesa aquí es recalcar nuevamente la necesidad de repensar el concepto de "mayorías populares" con el fin de responder teórica y práxicamente ante las nuevas situaciones en las cuales nos encontramos.
Y es que para el caso particular de nuestro país, las condiciones histórico-materiales de las "mayorías populares" a las que aludía Ellacuría en la década de los 80, sobre todo, ya no es la misma. Basta recordar que el eje primordial de las preocupaciones nacionales en aquella época era la guerra. Ahora nos enfrentamos a otros tipos de problemas sociales que no por ello dejan de menguar la existencia digna de la población. Además, hemos visto y estamos viendo cómo, desde el final de la guerra, ha habido un despertar cada vez más creciente de conciencia, en unos casos, y de una lucha reinvindicativa, en otros, de ciertos grupos o sectores de la población quienes exigen cada vez más su inclusión, su participación o su aceptación en la vida nacional. En tal sentido, las filosofías que surjan desde este contexto no deben sino buscar categorías más amplias que fundamenten los derechos de las personas y legitimen una vida más humana. La tarea está por hacer.
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Colaboración de Sajid Alfredo Herrera, Jefe del Departamento de Filosofía de la UCA
Sin duda alguna, Ignacio Martín-Baró contribuyó de manera decisiva a fundamentar teóricamente la llamada "psicología de la liberación". A través de libros y artículos dedicados al análisis de los problemas psicosociales más importantes de El Salvador y América Latina —la violencia política, la represión, los mitos culturales, el sometimiento de la mujer, las ideologías— Martín-Baró dio vida a un bagaje conceptual y metodológico que, en su momento, sirvió para avanzar en la comprensión de la compleja realidad psicosocial latinoamericana. En la actualidad, ese bagaje conceptual y metodológico se ha convertido en un referente para la psicología latinoamericana; algo a lo que innumerables psicólogos se remiten a la hora de medir los supuestos y alcances de su quehacer intelectual y profesional.
Autores como Amalio Blanco —por ejemplo— insisten en que uno de los mayores aportes de Martín-Baró consistió en haber establecido las bases de una psicología de la liberación, la cual arranca de "la primacía de los problemas sobre las teorías, de la realidad sobre los conceptos; la esencial historicidad del ser humano que requiere de un aparato teórico tan adecuado a su realidad y circunstancia (...) como alejado del patrioterismo psicológico... el compromiso con el cambio de un orden social que alimenta condiciones materiales (...) que atentan contra las diversas manifestaciones del bienestar; el fluido devenir entre las estructuras objetivas y subjetivas, entre el orden social y la estructura de conciencia, entre las condiciones sociales y el mundo de las actitudes y representaciones personales (...)" (Blanco, A., "Introducción" a Blanco, A., Psicología de la liberación. Madrid, Trotta, 1998, p. 33).
Como puede verse, se trata de un conjunto de aportes que, condensados en la cita de Blanco, constituyeron las líneas maestras de la actividad intelectual de Ignacio Martín-Baró: (a) primacía de la realidad sobre las teorías; (b) la historicidad del ser humano; (c) una psicología social comprometida con el cambio social; (e) los nexos dinámicos existentes entre la subjetividad individual y la estructura social; y (f) la ideología como configuradora de las acciones humanas…
Estos ejes conceptuales —éticos y políticos— aparecen una y otra vez en las reflexiones de Martín-Baró; a medida que los desarrollaba y trataba teóricamente avanzaba sus tesis acerca del carácter específico que debía tener una psicología social a la altura de las circunstancias latinoamericanas: una psicología "capaz de aportar su colaboración positiva a la historia de nuestros pueblos" (Cabrera, E., "Una entrevista con Ignacio Martín-Baró", Revista de psicología de El Salvador, No. 37, 1990, p. 300).
Para ello, la psicología latinoamericana debía "rechazar de una vez por todas el individualismo abstracto que la ha dominado hasta hoy, y volver a enfocar al hombre desde su situación y desde una historia real latinoamericana, que es una situación y una historia social" (ibíd.). Este viraje epistemológico —porque abre nuevas rutas en el conocimiento de lo humano— y metodológico —porque plantea y exige otros supuestos y búsquedas, y conduce a otros resultados— debía llevar a una nueva conceptuación ("identidad") de la psicología latinoamericana: una psicología que tenga como objetivo "posibilitar la libertad social e individual" (ibíd.). Una psicología que, al tiempo que historice su quehacer en cada realidad concreta, lleve hasta sus últimas consecuencias los desafíos teóricos y prácticos planteados por su objeto de estudio —la acción en cuanto ideológica—, inserte el quehacer del psicólogo social en el entramado socio-histórico de su época (ibíd., pp. 47-48) y prefiera, a las afirmaciones genéricas, la inmediata concreción del individuo y la sociedad (Ver Martín-Baró, I., "Introducción" al libro Problemas de psicología social en América Latina, San Salvador, UCA editores, 1983, p. 10).
Si es consecuente con esas exigencias, que además de teóricas son éticas y políticas, la psicología latinoamericana va a poder responder adecuadamente a tres tareas que le plantea la realidad latinoamericana: (a) la recuperación de la memoria histórica: "recuperar la memoria histórica significará recuperar no sólo el sentido de la propia identidad, no sólo el orgullo de pertenecer a un pueblo así como de contar con una tradición y una cultura, sino, sobre todo, de rescatar aquellos aspectos que sirvieron ayer y que servirán hoy para la liberación" (Cabrera, E., ibíd.).
(b) Contribuir a la desideologización de la experiencia cotidiana: "desideologizar significa rescatar la experiencia original de los grupos y personas y devolvérsela como dato objetivo, lo que les permitirá formalizar la conciencia de su propia realidad verificando la realidad del conocimiento obtenido" (ibíd., pp. 301-302). (c) Potenciar las virtudes de los pueblos latinoamericanos: "por no referirme más que a mi propio pueblo, el pueblo de El Salvador, la historia contemporánea ratifica día tras día su insobornable solidaridad en el sufrimiento, su capacidad de entrega y de sacrificio por el bien colectivo, su tremenda capacidad humana de transformar el mundo, su esperanza en un mañana que violentamente se les sigue negando… ¿Cómo es posible que nosotros, psicólogos latinoamericanos, no hayamos sido capaces de descubrir todo ese rico potencial de virtudes en nuestros pueblos y que, consciente o inconscientemente, volvamos nuestros ojos a otros países y a otras culturas a la hora de definir objetivos e ideales" (ibíd., p. 302).
La psicología, en América Latina, sólo podrá contribuir a la recuperación de la memoria histórica, la desideologización de la experiencia cotidiana y la potenciación de las virtudes populares —en definitiva, a la liberación de los pueblos latinoamericanos— si se asume y se perfila como una psicología de la liberación. "Si queremos que la Psicología realice algún aporte significativo a la historia de nuestros pueblos… necesitamos replantearnos nuestro bagaje teórico y práctico, pero replanteárnoslo desde la vida de nuestros propios pueblos, desde sus sufrimientos, sus aspiraciones y sus luchas. Si se me permite formular esta propuesta en términos latinoamericanos hay que afirmar que si pretendemos que la Psicología contribuya a la liberación de nuestros pueblos, tenemos que elaborar una Psicología de la liberación" (Martín-Baró, I., "Hacia una psicología de la liberación". En Blanco, A., ibíd., p. 295). ¿Cuáles son los perfiles que deben caracterizar a esa psicología de la liberación?
En primer lugar, un nuevo horizonte: "la psicología social debe descentrar su atención de sí misma, despreocuparse de su status científico y social y proponerse un servicio eficaz a las necesidades de las mayorías populares" (ibíd., p. 296). Es decir, la psicología social debe salir de ella misma —como ciencia— y abocarse a una realidad que está fuera de ella: las necesidades de las mayorías populares. Son esas mayorías el objeto de su trabajo. Su miseria, dependencia, marginalidad y explotación es lo que debe preocupar al psicólogo social. El horizonte de la psicología de la liberación se encuentra, pues, fuera de ella, fuera de los cánones y las exigencias puramente científicas; se encuentra —insistimos— en las mayorías populares y sus necesidades más apremiantes, entre las cuales la prioritaria es "su liberación histórica de unas estructuras sociales que las mantienen oprimidas, hacia esa área debe enfocar su preocupación y esfuerzo la Psicología" (ibídem).
En segundo lugar, una nueva epistemología. "El objetivo de servir a la liberación de los pueblos latinoamericanos exige una nueva forma de buscar el conocimiento: la verdad de los pueblos latinoamericanos no está en su presente de opresión, sino en su mañana de libertad; la verdad de las mayorías populares no hay que encontrarla sino que hay que hacerla". Si la epistemología —como enseñó Kant— quiere dar cuenta de las condiciones, límites y posibilidades del conocimiento humano, para la psicología social de la liberación esas condiciones, límites y posibilidades se encuentran en las mayorías populares, cuya realidad es fuente y criterio de verdad. "Sólo desde ahí la teorías y modelos mostrarán su validez o su deficiencia, su utilidad o su inutilidad, su universalidad o su provincialismo, sólo desde ahí las técnicas aprendidas mostrarán sus potencialidades liberadoras o sus semillas de sometimiento" (ibíd., p. 298).
Y, en tercer lugar, una nueva praxis. "Para adquirir un nuevo conocimiento [no basta] con ubicarnos en la perspectiva del pueblo, es necesario involucrarnos en una nueva praxis, una actividad transformadora de la realidad que nos permita conocerla no sólo en lo que es, sino en lo que no es, y ello en la medida que intentemos orientarla hacia aquello que debe ser"(ibíd., p. 299). Así pues, el psicólogo latinoamericano no sólo debe situarse en el lugar de las mayorías populares, sino que también debe insertar su quehacer en los procesos de cambio social orientados a favorecer a esas mayorías. "Si no nos embarcamos en ese nuevo tipo de praxis, que además de transformar la realidad nos transforme a nosotros mismos, difícilmente lograremos desarrollar una Psicología que contribuya a la liberación de nuestros pueblos" (ibíd., p. 300). En este sentido, el psicólogo social tiene que ser parcial —tomar partido por las mayorías populares—, sin dejar de ser objetivo; es decir, asumiendo una parcialización que sea coherente con los propios valores, lo cual sólo puede ser resultado de una opción ética (ibídem).
En resumen, desde la óptica de Ignacio Martín-Baró, en América Latina la psicología sólo puede ser liberadora si se descentra de sí misma: volcando su atención hacia las mayorías populares; si se nutre de un nuevo horizonte epistemológico: que busque la verdad en la realidad de esas mayorías; y si se inserta en una nueva praxis: aquella orientada a liberar históricamente a las mayorías populares. Se trata de desafíos nada fáciles, para cuya consecución no sólo se requiere audacia intelectual, sino también honradez con la realidad histórica. Cómo ha de ser la concreción del compromiso liberador de la psicología es un asunto abierto, pues los compromisos socio-políticos de ayer no son los de ahora ni serán los de mañana.
Precisamente, es obligación de los psicólogos latinoamericanos discernir el horizonte de su responsabilidad social en cada situación histórica. En esta tarea, no hay recetas preestablecidas ni verdades inapelables. Ignacio Martín-Baró se esforzó por hacer del saber psicológico un saber situado y fechado. Quienes quieran continuar su labor —sus herederos— deben hacer el mismo esfuerzo que quien, con lucidez intelectual y con un hondo sentido del compromiso con los desposeídos, los precedió. Obviamente, tendrán que asimilar y dominar los planteamientos del maestro. Esta es su primera obligación. La segunda: deberán actualizar su legado, ponerlo a dialogar con los problemas de ahora.
Hace más o menos quince años, Ignacio Martín-Baró formuló su propuesta operativa para contribuir a la desideologización del pueblo salvadoreño. Su propuesta no estaba fundamentada en el trabajo comunitario como tradicionalmente se concebía, tampoco estaba concentrada en un programa de discursos y mensajes subliminales hacia la población por medio de los medios informativos y de comunicación. No. Su propuesta se fundamentaba en la utilización del instrumento tradicionalmente más positivista y funcionalista de las ciencias sociales y la psicología social: la encuesta de opinión pública. Alrededor de ella, Martín-Baró estableció un paradigma sobre la utilidad de los sondeos de opinión pública en una sociedad que luchaba por encontrar la justicia, la democracia y la paz.
Ignacio Martín-Baró pensó que lo que le hacía falta a la gente era un espejo donde pudiera verse, ya no como individuo, ya no como persona aislada, sino como parte de una comunidad, de una sociedad. La capacidad de comprenderse como parte de esa comunidad, de ese grupo social, podía ofrecerle al individuo una nueva forma de verse a sí mismo y a los demás. Para ello se creó el Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP), y para ello se dispuso que la labor fundamental de esta unidad sería preguntar. Preguntar a la gente sobre sí misma, sobre su entorno; sobre sus dudas, sus preocupaciones, pero también sobre sus esperanzas.
Pero había que preguntar, para después responder, a los mismos ciudadanos, a las mismas mayorías populares, que por décadas habían sido los interlocutores ausentes de las decisiones del país. Y las respuestas tenían que estar basadas en la ciencia, no tanto en términos de contenido —pues lo fundamental de las respuestas venía de los mismos pensamientos y opiniones ciudadanas—, sino en términos de procedimiento. Los salvadoreños debían saber cómo piensan sobre sí mismos y sobre su realidad, pero para que lo supieran debía haber una forma sistemática y científica que asegurara que sus mismos pensamientos no habrían de ser manipulados o sesgados a favor de unos cuantos. Eso fue lo que marcó al IUDOP.
El IUDOP fue creado por el Padre Nacho como un instrumento para conocer la realidad subjetiva de la sociedad salvadoreña y para conocerla bien, pues luego tenía que ser devuelta a la misma para provocar el dinamismo de cambios que sólo es posible lograr cuando uno se examina a sí mismo. Al crear al Instituto, lejos estaban las ambiciones de predecir los resultados electorales, lejos estaban las intenciones de ocupar las encuestas como instrumento de experimentación social. Las ambiciones más cercanas tenían que ver con la necesidad de una sociedad de expresarse y escucharse a sí misma; de compartir su propia historia y sus esperanzas de futuro. De ahí que una de sus contribuciones más grandes —entre otras— fue reconceptualizar la utilidad de las encuestas y crear el concepto de un instituto de opinión pública independiente, riguroso y con vocación de verdad.
Diez años después de su muerte, el Instituto sigue funcionando con mucha más presencia que antes y con el mismo compromiso de usar a las encuestas como una vía válida y necesaria para que los ciudadanos se vean a sí mismos y generen los cambios que siguen siendo necesarios en una sociedad dividida por la pobreza y la violencia. Sin embargo, esto no siempre parece claro para todos y la obra de Martín-Baró es valorada no más allá de la psicología social comunitaria y no más allá de la formación de varias generaciones de profesionales. De tal manera que ahora, a diez años de su martirio, es el momento ideal para recordar una de las contribuciones de Ignacio Martín-Baró. Esto es así porque su espíritu vive con quienes hacen de su legado un modelo de vida y de ciencia a favor de los más desposeídos.
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Colaboración del IUDOP
La radio revista "En voz alta" del IDHUCA acaba de cumplir —en el marco de la conmemoración de la desaparición física de Elba, Celina y los sacerdotes jesuitas— su primer año de existencia. Había, entonces, que dedicarle un programa especial al responsable último de esa iniciativa de comunicación desde los derechos humanos: el padre Segundo Montes. Por eso, el sábado 30 de octubre estuvimos conversando en la cabina de la YSUCA con el padre Jon Sobrino y con el público "radio-hablante" que, sábado a sábado, se interesa y participa en este nuestro espacio. Después de los respectivos saludos a la audiencia, la emisión arrancó con los mensajes de personas que conocieron de cerca a Segundo compartieron facetas de su personalidad. Veamos que dijeron.
Carmen María Hernández afirmó: "era una persona en la que podía confiar; una persona que no era muy afectuosa conmigo, porque no lo era tampoco, pero cuando yo hablaba con él realmente sentía que era escuchada". La hermana Juanita Saravia: "Cuando él llegó a la parroquia, creo que su sensibilidad empezó a detectar una necesidad tanto humana como espiritual de la gente. Al visitar el cantón cercano de la parroquia, el cantón Victoria, él inmediatamente pensó en la creación de una guardería; en aquel momento nadie pensaba en una guardería y él, al ver aquellos niños que tenían que dormir en el cafetal expuestos a muchos peligros, insinuó su creación". Francis de Sánchez, de la comunidad Quezaltepec en Santa Tecla, se expresó así: "Él nos enseñó lo que sufrían nuestros demás hermanos en otros países; siempre nos motivaba para que nosotros pudiéramos compartir lo que nosotros teníamos en la comunidad". La licenciada Zoila de Inoccenti: "Era un hombre sumamente sensible. Se había dado cuenta mucho antes que todos, primero que todos en este país, que las remesas que mandaban estos hermanos que se encuentran en Estados Unidos u otros países eran el sostén de la economía realmente. Él sostenía esa tesis". La licenciada Gilma Pérez: "Desde su voz, desde su conocimiento profesional se planteó poder incidir en la realidad nacional en materia de derechos humanos; trató de ayudar a transformar la realidad que era de injusticia y que sigue siendo de injusticia, y que vulnera los derechos humanos de las personas".
Una vez escuchados los testimonios de esta gente que convivió con el padre Montes —cada una en su ámbito— inició la plática en cabina.
IDHUCA: Al escuchar las personas y la música, se le mueven muchas cosas a uno. Jon, han pasado diez años desde la muerte de Segundo y sus compañeros, de Elba y Celina; catorce años desde que fundó el IDHUCA; veinticuatro años también de cuando fundó el Socorro Jurídico Cristiano en el Externado de San José... Y a estas alturas, uno escucha por ahí de su dureza, pero también de su sensibilidad. Quisiéramos arrancar la conversación con alguien que estuvo cerca de él, preguntándonos qué movió a Segundo Montes para dedicar esfuerzos por crear dos de las instituciones de derechos humanos que han tenido alguna presencia importante en el país.
Jon Sobrino (JS): Yo viví con Segundo unos dieciséis años. No recuerdo en detalle qué le movió a fundar el IDHUCA y el Socorro Jurídico; pero el recuerdo que yo tengo de Segundo es que era un hombre muy honrado, muy honesto y muy poco dado a las modas. Esto lo digo, porque creo que estamos hoy —en mi opinión— en una época de modas, sea la que sea: que si la globalización, que la privatización o lo que sea; entonces, parece que todo mundo tiene que ir por ahí y si no está fuera de lugar.
Montes tenía, como todos los mártires y otra gente, algo muy hondo; y creo yo que le impactó grandemente, en sus primeros años de joven jesuita que andaba por los pueblos, la pobreza. Pero, claro, cuando empezó la represión... Yo quiero recordar este término, porque se habla de conflicto armado —lo cual es verdad— pero dentro de la barbarie suele haber cierta civilidad; por lo menos, está normado cómo hay que matar a otro, por decirlo así tan tristemente. Pero hubo muertes en este país en los años anteriores: en la época de la barbarie. Entonces, eso a Montes —y a todos, pero a Montes desde luego— le indignó y le movió a honda compasión y misericordia; palabra, esta última, que quizás no es usada muy corrientemente en el lenguaje de los personajes de un país que se dice son inteligentes, pero no gente de misericordia. Montes ciertamente fue de esos y —dado sus capacidades, su creatividad— le gustaba hacer cosas; eso le movió a expresar esa misericordia de esa manera: creando institutos.
Ahora, esa misericordia en él le llevaba a más eso era muy típico de su personalidad: a moverse, a viajar, a ir a Colomoncagua, a ver a la gente. Realmente era un hombre feliz; volvía transformado cuando venía de ver a la gente sencilla, refugiada. Pero lo que quiero mencionar ahora no es sólo lo anecdótico de un hombre que era hosco de carácter y que podía ser tierno cuando estaba con la gente, sino además el sentido de su vida —en este caso también de cristiano y de sacerdote— que consistía en aliviar en lo posible los terribles sufrimientos y luego en elevar ese trabajo suyo, en lo que tanto hemos repetido en la Universidad nuestra, a los niveles de las estructuras... en cuanto se pueda.
Evidentemente, los derechos humanos tienen una dimensión estructural de contribuir a decir la verdad. Ya todos sabemos lo difícil que era; pero, para mí, lo importante de aquellos tiempos no era sólo decir unas cuantas verdades —que no se decían— sino introducir en la conciencia del país que la verdad era posible, porque lo que estaba entonces en juego era la imposibilidad de decir la verdad. A uno le cortaban el cuello. Esa cosa de Montes, con otros, de decir la verdad de la cosas; y no decir cualquier verdad, sino una verdad específica que es la que defiende al débil, la que defiende a la víctima. A veces oímos también en lenguaje hasta político que hay que ayudar a los débiles. Pero defender no es sólo ayudar; defender es ayudar a aquel que tiene en contra a grupos o personas, a "escuadrones de la muerte" o a los militares, a la oligarquía. En aquél tiempo y hoy, pues, también. Es defender a la gente de eso. Y eso es lo que llevó a Montes a involucrarse en derechos humanos y a fundar instituciones, a publicar cada año diciendo la verdad de las cosas.
Suena el teléfono de la "Voz con vos" y es el radio hablante Roberto Ortiz quien aporta lo siguiente: "Quiero enviar un saludo a toda la comunidad, especialmente a la que es consecuente. También quiero decir que realmente fue muy doloroso para mí el que hayan asesinado a los padres jesuitas y a sus dos colaboradoras; sobre todo, porque yo fui alumno del padre Montes. Él fue mi profesor de Sociología I y II; fue un hombre al que siempre consideré que hacía reflexionar, que daba la oportunidad de descubrir cosas... Siempre voy a llevarlos en mi corazón".
IDHUCA: En 1995, él era rector del Externado de San José; estaba muy marcado por los hechos: había sucedido lo de La Cayetana y Chinamequita; el nacimiento del Socorro Jurídico se dio días después de la masacre de estudiantes el 30 de julio. Ahora no está sucediendo eso. Una de las figuras que siempre recordamos de Jon Sobrino es la de la muerte lenta y violenta. Ahora hay muerte violenta aunque no por razones políticas; pero, sobre todo, la muerte lenta sigue presente y quizás más todavía. En esta época de modas —hoy está la de tener "formas suaves" de decir las cosas y no decir nada, no decir la verdad—, ¿qué estaría haciendo Segundo? Ya algo se dijo: diciendo verdad. Pero en esta realidad donde tanta mentira está por encima de la verdad, ¿cómo lo estaría haciendo?
JS: Yo creo que Segundo seguiría igual; pero estamos hablando de un problema mucho mayor que concierne a toda la sociedad, por lo menos a la sociedad salvadoreña que no ha perdido dos cosas: sentido de la indignación, porque a veces parece que ya no hay indignación, y sentido de la misericordia. Ojalá entremos en eso las instituciones de defensa de los derechos humanos y todas las universidades; porque, como todos sabemos, la violencia hoy depende de situaciones económicas, culturales, intrafamiliares y hasta de ingeniería, cuando las viviendas no producen humanidad porque son violentas desde cosas tan simples como tener que escuchar el ruido de la música de al lado, le guste o no le guste. Lo que quiero decir es que hay que movilizar a todas aquellas personas en la sociedad que realmente quieren parar esta violencia.
También están las iglesias. Creo que las iglesias debemos hacer más de lo que hacemos; yo diría bastante más, porque la violencia expresa conflicto y creo yo que muchas de las instituciones nuestras —y hablo como cristiano y sacerdote que soy, universitario— le tenemos miedo a entrar en el conflicto social. No digo que no hablemos de que hay conflicto social; pero entrar en él, averiguar y denunciar, con lo que eso trae de no estar de moda —por decirlo suavemente— o de perder prebendas, o de acarrearse enemigos.
¿Qué haría Montes? Yo creo que él diría, bueno no lo sé, pero lo imagino llegando a la casa un día diciendo: "¡Oye, oye, oye! Resulta que este año hay diez mil muertos; ¡estamos igual que en tiempos de guerra! ¿qué pasa?" Bueno, no le imito la voz pero sí ese dejarse interpelar —eso me parece a mí de suma importancia— y ese estar constantemente confrontando a aquellos que quieren suavizar... eso.
El presidente del BID dijo una vez que El Salvador era el país más violento. No sé si será verdad; si es el más violento, el tercero o el cuarto, pero sí es un país violentísimo. Eso es para tener a la Asamblea un mes pensando, discutiendo, hablando y preguntando; para tener a todas las iglesias y a todas las universidades dedicando cabeza e ideas a esto. Pero —repito— es esa cosa de indignación, unida a la misericordia. Aquí lo que está ocurriendo: las modas, el lenguaje se ha suavizado de tal manera que se encubre, se miente empezando por hablar de "países en vías de desarrollo" cuando el salario mínimo real va disminuyendo.
Lo mismo en esto de la violencia. Sobre todo, yo diría —pero eso ya es una impresión más mía— que aquí se habla bastante de la macroeconomía, que si va mejor o peor, pero no se habla de personas concretas y cómo les afecta; se habla lo mismo de la democracia, que hay Estado de Derecho —lo cual creo que es verdad en un sentido, no niego eso— pero se buscan modos para que la realidad más real quede encubierta. Yo creo que Montes iría por ahí y nos animaría a todos a ir por ahí; y desde luego, al predicar en la Quezalte —seguiría predicando, si le dejaban— diría: "Eso es lo que Dios condena absolutamente. Y la pregunta que Dios hace a Caín en el Génesis —¿qué has hecho de tu hermano?— la haría ahora. ¿Qué han hecho Ustedes: Asamblea, Ejecutivo, universidades, iglesias...? ¿qué han hecho de los hermanos y hermanas salvadoreñas?". Yo creo que eso le saldría con gran fuerza.
Otra llamada, la de Nelson González: "Yo creo que las palabras del padre Segundo Montes están presentes. Quiero aplicar mi intervención en dos cosas puntuales y breves. Hace un año tuvimos la tormenta tropical «Mitch» que afectó al 40% del territorio nacional, dejando daños a la infraestructura física; pero también con la palabra de Segundo Montes yo me proyecto a aquellos efectos psicosociales, aquellos traumas que serán difíciles de medirse y de cuantificarse en la macroeconomía o en los modelos de desarrollo económico. Yo creo que al hablar de esos efectos, más que todo en los más vulnerables que son los niños, la palabra de Segundo Montes sería justamente decir: «¿qué pasa con esta gente?». Yo soy ingeniero, pero he aprendido también de la parte de la ingeniería social esa sensibilidad que nos debe permitir ir más allá en lo justo, en lo humano; como buen samaritano, tratando de ayudar fielmente como en la palabra de Dios a aquella gente que es la más vulnerable. Yo creo que las palabras de Segundo Montes están presentes y es un incentivo para que nosotros los profesionales donde quiera que estemos trabajemos justamente en favor de la naturaleza y en favor de la vida".