Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
El interés de la gran empresa privada y de su partido en defender a la clase trabajadora pasma al más pintado. La defensa es tan cerrada que pareciera que habrían recapacitado sobre su desmedida ambición por acumular y se habrían convertido a los más desfavorecidos hasta el extremo de erigirse en sus voceros y sus defensores. Mientras que el Gobierno, presuntamente de izquierda radical, amenazaría con despojar a estos de lo poco que han conseguido ahorrar.
No hay que llevarse a engaño. Si así fuera, pelearían con la misma intensidad por aumentar el salario mínimo, rogarían al Gobierno que incrementara la contribución del empleador en las cuotas del Seguro Social y la pensión, exigirían acabar con los monopolios para fomentar la pequeña y la mediana empresas, promoverían el respeto riguroso a la dignidad humana en sus compañías, serían los primeros en pagar impuestos, presionarían para que otros lo hicieran e incluso demandarían un aumento de los mismos.
La verdad es muy otra. No defienden a la clase trabajadora ni les preocupa su suerte, excepto como fuerza de trabajo sumisa y barata. Defienden a uno de ellos, a las administradoras de los fondos de pensiones, cuya lucrativa rentabilidad está amenazada por la propuesta gubernamental. Una rentabilidad posible, en gran medida, por el ahorro de los pocos que cotizan. La solidaridad —conciencia de clase, diría Marx— con ese sector de la gran empresa es lo que mueve a sus líderes a exigir la conservación del sistema actual de pensiones con la colaboración de las empresas mediáticas y de su partido político. Al defender la obscena rentabilidad de las administradoras de pensiones, que no su supresión, se defienden a sí mismos. En la defensa de la clase trabajadora han encontrado un argumento muy eficaz, porque al mismo tiempo que moviliza a los desprevenidos, oculta el verdadero interés.
La gran empresa privada teme que si el Gobierno se sale con la suya, después se atreva a frenar su voracidad en otras áreas de la actividad económica. Por eso habla de defender principios: el principio de la propiedad privada, no el de la seguridad y el del bienestar de la clase trabajadora. La empresa privada salvadoreña no entiende del bien general, que incluye el medioambiente, sino solo de maximizar la rentabilidad y la acumulación. Precisamente por eso crea compañías fantasmas en paraísos fiscales.
Aunque muchos de sus miembros se declaran cristianos, algunos incluso frecuentan el templo o el culto, se confiesan y comulgan, y diezman o hacen cuantiosos donativos, en realidad desconocen la tradición cristiana sobre la propiedad privada. Las enseñanzas de los Padres de la Iglesia y de santo Tomás de Aquino son demasiado antiguas como para recordarlas. Pero la enseñanza social de la Iglesia del siglo XX, sobre todo la de Juan Pablo II y más recientemente la de Francisco, debieran conocerla. Ambos papas subordinan la propiedad privada al bien común. Católicos y cristianos debieran revisar la coherencia de sus creencias y prácticas culturales con sus actitudes y prácticas empresariales.
El Gobierno, a pesar de su discurso izquierdista y a veces incluso radical, tampoco está interesado en el bienestar de los jubilados. Si los cálculos le cuadran, puede que los trabajadores salgan favorecidos, pero la prioridad gubernamental es obtener liquidez, tanto que esa cuestión también aparece, aunque de forma velada, en el discurso sobre la seguridad y la represión. A veces queda la impresión de que lo realmente importante para el Gobierno no es la seguridad ciudadana, sino adquirir fondos adicionales.
Si bien la administración de Sánchez Cerén reconoce claramente la crisis fiscal, no está interesada en colocar los fundamentos para sanear las finanzas públicas. De hecho, no tiene muchas ideas, ni coraje, ni capital político para intentar una reforma fiscal sólida. Los defensores de última hora de la clase trabajadora tampoco están interesados en el asunto. Pero sin ella, las pensiones son inviables a mediano plazo.