Rodolfo Cardenal
Las últimas reformas a la legislación penal confirman la incompatibilidad de la dictadura con la institucionalidad democrática. No se trata solo de la adicción al poder total, sino, sobre todo, de la incompetencia de su fiscalía, su policía y su administración de justicia. Así lo demuestran los razonamientos esgrimidos para justificar esas reformas.
Es un hecho ya reconocido que la dictadura se ha saltado impunemente las barreras constitucionales establecidas para contener la tentación, siempre actual, de ejercer la presidencia del poder ejecutivo de forma totalitaria. Las reformas penales arrojan luz sobre otro ángulo del ejercicio de ese poder. En sus argumentaciones, sus representantes reconocen que la norma constitucional está muy por encima de sus capacidades. Así, pues, conscientes de su ineptitud, evaden la dificultad con un adefesio jurídico.
En primer lugar, elevan la pena de cárcel por los delitos comunes, con lo cual la dictadura profundiza así su tendencia a encarcelar a quienes etiqueta como “indeseables”. A más encarcelados, menos delitos, reza su lógica trágica y facilitona. En segundo lugar, amplía irracionalmente la detención provisional para impedir que los abogados utilicen los plazos procesales para liberar a sus defendidos. Olvida la dictadura que ese recurso es completamente legítimo. La única forma de impedir que los acusados sean puestos en libertad por el juez es demostrar fehacientemente su responsabilidad penal. Pero eso es, precisamente, lo que la fiscalía y la policía no pueden hacer, ya sea porque el delito es inexistente o por dejadez para probarlo.
El peso de la acusación no recae en la defensa, sino en la fiscalía y la policía, que deben probar los cargos. La dictadura intenta evadir su responsabilidad descalificando sin más a los abogados de la defensa como “malos litigantes” por cumplir con su deber, es decir, por no seguirle el juego en los tribunales. El problema es otro. Al no tener capacidad para investigar ni para articular una acusación con base en pruebas, considera que el detenido por sus soldados y policías es culpable y merecedor de cárcel sin más. Según esa lógica, la defensa sobra, como también están de más las procuradurías y el comisionado presidencial de derechos humanos. El proceso judicial es una mera formalidad viciada.
La dictadura amplía a los delitos comunes el método utilizado para encarcelar de por vida a los pandilleros. En lugar de individualizar los cargos y probarlos consistentemente, adopta la actitud cómoda de agrupar a quienquiera que considere pandillero bajo la figura genérica de asociación terrorista, lo cual, en sí mismo, es una barbaridad jurídica. No es un simple error de juicio, sino que su competencia para la investigación policial y la acción fiscal es casi nula. Se trata también de su inclinación a encarcelar indiscriminadamente a quien se ponga delante de sus huestes. La simple captura condena a cadena perpetua, a sufrir tortura o a desaparecer forzosamente y acabar en una fosa clandestina.
El disparate no se detiene ahí. La dictadura alega que el aumento de las penas de cárcel impedirá el aumento de los delitos contra el patrimonio. La aberración es doble. El aumento de las penas nunca ha detenido a los delincuentes y los criminales. La pena de muerte, ahí donde se practica, no detiene al asesino. Más cerca aún: Arena ya intentó la mano dura y la súper dura contra las pandillas, y solo consiguió que fortalecieran su organización y su poder. La falta de ideas y de herramientas lleva a la dictadura a revisitar soluciones trilladas por “los mismos de siempre”. Ingenuidad o ignorancia del equipo jurídico de Casa Presidencial. Probablemente, ineptitud.
En segundo lugar, no existe evidencia del aumento de los delitos contra el patrimonio. La excusa para encarcelar por más tiempo no es admisible. Sin embargo, hay otros delitos mucho más graves como las desapariciones y los entierros clandestinos en las cárceles, de los cuales hay testimonio fehaciente sin que la dictadura se haga cargo. Asimismo, existe evidencia de la corrupción de los representantes de Nuevas Ideas en la legislatura. Pero estos diputados no han sido etiquetados todavía como “indeseables”. El oficialismo mira hacia otro lado. Pretende sancionar faltas leves con muchos años de cárcel mientras trata con generosidad los crímenes de lesa humanidad y el saqueo de un Estado en quiebra. La aproximación de la dictadura al mundo criminal es perversa.
Es mucho más fácil encarcelar masivamente sin acusación formal y sin proceso judicial auténtico, que investigar y sancionar a los líderes de las redes de la corrupción, del lavado de activos y del tráfico de armas, drogas y personas. El encarcelamiento indiscriminado agita la popularidad, mientras las redes criminales campean a sus anchas.