Rodolfo Cardenal
La reinvención del país dirigida por Bukele arrasa con todo aquello que no contribuye a que el mandatario brille en solitario. Solo él puede ocupar el escenario nacional, un derecho de exclusividad apropiado arbitrariamente. El monopolio incluye la historia nacional, que comienza con su presencia en la vida política. La historia anterior es despreciable comparada con la actual. De ahí la aversión a los acuerdos de 1992 y sus protagonistas, y a la memoria histórica de comunidades martirizadas durante la guerra como la de El Mozote. La reinvención intenta despojar a los sobrevivientes de su memoria e imponer una versión edulcorada muy a gusto de la dictadura. Los procesos judiciales abiertos están estancados, ya que la guerra y sus víctimas son simple farsa. La única verdad admitida es la de Bukele. La animadversión ante el pasado tiene mucho de envidia.
La vorágine reinventora se llevó por delante el piso centenario del Palacio Nacional, que terminó en un botadero a cielo abierto, en una de las quebradas que atraviesan la zona metropolitana, donde se acumula basura de toda clase. La dictadura se ha apropiado y ha resignificado este edificio emblemático y el centro histórico de la capital, en su afán por erradicar las huellas más destacadas del pasado nacional y reemplazarlas con contenido creado por Bukele y los suyos. Los fascismos erigen monumentos gigantescos que hablan de la grandeza de su dictador. A pesar de su gigantismo, esas estructuras tienen la misma vida que este y se convierten en vestigios de un pasado vergonzoso.
La versión salvadoreña de ese fascismo aspira a despojar al pueblo de su identidad para sustituirla por otra creada por Bukele y los venezolanos. La empresa es atrevida y arriesgada. Otros ya han transitado por esas veredas sin conseguirlo. El poder colonial derrotó militarmente a los pueblos originarios de la región, los conquistó económica, social y políticamente, pero nunca pudo apoderarse de su conciencia. Los conquistados nunca estuvieron dispuestos a entregarla. Sabían que en ella estaba en juego no solo su libertad, sino también su vida y su identidad. Por eso resistieron hasta el final. Detrás de las incontables rebeliones de la época se encuentra esa conciencia, cuya libertad posee un componente rebelde. El colonizador se valió de todos los medios a su alcance para avasallarla, sin lograrlo.
La oligarquía terrateniente y agroexportadora, el ejército y el catolicismo tradicional contaron con la conciencia popular para imponer su poder explotador y opresor, el cual revistieron de voluntad divina. Pidieron resignación y paciencia a cambio de premios eternos. En la década de 1960 comenzó a emerger una nueva conciencia, convencida de que esa realidad no era voluntad divina. La manipulación del sentir y del pensar popular habían llegado a su fin. La nueva conciencia se expandió, se organizó y luchó por su derecho a la vida, la libertad y la dignidad. Liberada de su ceguera, esa conciencia popular amenazó la estabilidad del orden oligárquico y militar, que reaccionó con la represión y el terror.
La dictadura se apresta a dar el último paso para consolidar su poder total. Aspira a apropiarse de la identidad y la conciencia nacional. Sin este paso, su conquista no es completa. Los avances conseguidos no son despreciables, pero su hegemonía está lejos de ser absoluta. La identidad y la conciencia nacional resisten en sectores sociales cada vez más amplios, víctimas de los desafueros del régimen impuesto por los hermanos Bukele. La ambición de poder, de riqueza y de supremacía empuja imprudentemente hasta límites peligrosos para su estabilidad. En la misma medida en que aumenta su voracidad, estrechan sus posibilidades. La quiebra de una cooperativa aliada, que financiaba algunas de sus actividades, es el último eslabón de una larga cadena de desmanes. El poder tiene la virtud de nublar el entendimiento de sus devotos, mientras que la falta de respuesta entibia el fervor de los seguidores.
Los fascismos y los populismos se derrumban víctimas de sus propias carencias e incompetencias. Sus restos están destinados al basurero de la historia. Entonces, los desencantados se sorprenden de cómo pudieron ser tan ingenuos e insensatos. El orgullo y la prepotencia de los incondicionales son sustituidas por la vergüenza. Suelen excusarse a sí mismos diciendo que no sabían, que cumplían órdenes, que no tenían opciones. Es la experiencia populista y fascista.
La adversidad despierta la conciencia popular. Es el revulsivo más eficaz contra los encantamientos de los regímenes dictatoriales. La acumulación de promesas incumplidas es inapelable. La enajenación de la conciencia popular nunca se consuma totalmente, porque es constitutivamente libre y rebelde.