Rodolfo Cardenal
La negociación del rescate financiero del país con el FMI ha consensuado “acuerdos preliminares”, según este. Pero eso no significa que el acuerdo sea inminente. Las condiciones del FMI suponen una capitulación que Bukele aún no está dispuesto a aceptar. Resistirá hasta que su situación sea insostenible. Los avances convenidos provisionalmente incluyen un ajuste fiscal, reservas para el sistema financiero, transparencia y gobernanza.
El ajuste fiscal del 3.5 por ciento del PIB en tres años para hacer viable la deuda pública figura en la agenda desde el comienzo de las pláticas. El ajuste se concretaría con despidos masivos en el sector público y la subida de los impuestos. Ninguna de esas medidas representa mayor dificultad para Bukele, porque no hay elecciones a la vista y, sobre todo, porque sus leales le juraron sufrir cualquier “medicina amarga” sin protestar y con una sonrisa. En teoría, el ajuste no incluye recortar el gasto social como es usual. Al contrario, el acuerdo prevé que aumente, así como también la inversión en “infraestructura crítica”, es decir, no la construida dispendiosamente para engrandecer a Bukele.
El bitcoin tampoco es un obstáculo, porque los riesgos iniciales no se han concretado y, sobre todo, porque no ha sido aceptado socialmente. No representa más que una pequeña porción de los activos de la reserva del país. Inaceptable sería que el FMI exigiera retirarlo de la circulación como moneda de curso legal, porque eso representaría una bofetada para los hermanos Bukele. El Fondo se limita a pedir mayor regulación.
La piedra de tropiezo del acuerdo no es de orden económico, sino político. El FMI exige transparencia y gobernabilidad, lo cual atenta contra la naturaleza de la dictadura. Sacar a la luz la información oculta, gobernar de cara a la opinión pública, respetar la institucionalidad estatal y responder eficazmente a las demandas sociales son cuestiones inaceptables. Es claro que el FMI es consciente del avance de la corrupción y la irresponsabilidad fiscal.
El simple hecho de solicitar un rescate financiero coloca en entredicho el milagro del que tanto se enorgullece Bukele. El país no está en vías de ninguna reinvención que deje perplejo al mundo. El Salvador recorre la misma senda que Argentina, Ecuador, Pakistán, Egipto, Etiopía, Líbano, Sri Lanka y Ghana, países que recientemente han negociado rescates multimillonarios con el FMI. La pésima gestión gubernamental los llevó a la bancarrota y los obligó a solicitar un rescate financiero. Dicho de otra manera, la familia Bukele ha llevado al país a la ruina financiera. Es por eso que el FMI no aprueba el programa de rescate hasta no verificar que el país solicitante está comprometido con una gestión sana y sostenible.
Es entendible que Bukele se resista a convenir el rescate con el Fondo. Suscribir un acuerdo para superar los desequilibrios macroeconómicos y fortalecer las finanzas públicas no solo es reconocer el fracaso de su gestión, sino también gobernar según los lineamientos del banco y sometido a una constante supervisión. Así, pues, un detestado organismo internacional como el FMI pondría fin a su trasnochada ideología de soberanía absoluta. El raquítico crecimiento de la economía, la poca inversión extranjera directa y la deuda astronómica e imparable lo han colocado ante una decisión dolorosa, pero inevitable. Su alternativa es capitular ante el FMI o suicidarse financieramente.
Aceptar y poner en práctica las condiciones del FMI cambiaría radicalmente el rumbo del país y el talante dictatorial de Bukele. El acuerdo lo dejaría sin escapatorias. Tendría que cumplir o hundirse, arrastrando consigo a su familia y al país entero. La repugnancia visceral que pueda experimentar a someterse al FMI es comprensible, pero se le acaba el tiempo y su posición es cada vez más insostenible.
El momento de “la medicina amarga” parece inminente. No solo sus leales y el país entero tendrán que tomar dicho medicamento; Bukele también tendrá que tragarse una cucharada grande de su propia medicina. Uno más poderoso se dispone a administrársela. Llega la hora en que debe dar el ejemplo y aceptar el remedio amargo sin protestar y sonriente. Es tiempo de ejercitar la paciencia, de reducir la vanidad a niveles normales y de aprender de los errores. Voluntad política no tiene, humildad tampoco. Pero la ruina financiera apremia. La alternativa es finalizar el cuento de una buena vez, un cuento sin un final feliz.