Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
El credo neoliberal del capitalismo salvadoreño no es consecuente con sus principios fundamentales. Temeroso de la competencia china, ha pedido al Gobierno subsidio y proteger “sectores sensibles” de la economía, y rechazar la inversión de capital chino con intereses en la industria militar. Las peticiones contradicen los principios neoliberales tan fervientemente defendidos durante décadas. Las convicciones ideológicas del capitalismo salvadoreño no son muy profundas. El proteccionismo y el subsidio están reñidos con la ortodoxia neoliberal. Aun así, El Salvador subsidia el azúcar. La industria militar es una de las inversiones preferidas por el capitalismo mundial por su elevada rentabilidad. Todos los países industrializados producen y exportan armamento, y el mercado internacional de armas es uno de los más activos. Los melindres de los capitalistas salvadoreños hacia esa inversión no tienen ningún sentido. No se oponen movidos por la ética, sino para agitar el fantasma de una eventual intervención militar de Estados Unidos.
Ahora bien, si la intromisión del Estado en la economía es necesaria para proteger las inversiones de la empresa privada salvadoreña, también lo es, y con mucha mayor razón, para proteger a las mayorías de la voracidad del capitalismo nacional. Antes que proteger la rentabilidad del gran capital, el Estado está obligado constitucionalmente a garantizar una vida digna a toda la ciudadanía. En virtud de esa obligación, está llamado a controlar eficazmente recursos naturales estratégicos como el agua y los metales, impedir que las administradoras de pensiones sigan desvalijando a los trabajadores, garantizar los derechos del consumidor, perseguir la publicidad engañosa, frenar las tasas de interés desorbitantes, exigir el cumplimiento estricto de la legislación laboral y, en general, redistribuir el ingreso nacional a través de una fiscalidad progresiva. Contradictoriamente, en este caso, la intervención estatal es contestada; mientras que en el otro, es exigida con prepotencia.
Los reparos a las llamadas zonas económicas especiales —una especie de zona franca para atraer inversión fresca, en concreto, china, pero no exclusivamente— no están motivados por el bienestar social, tal como alega la gran empresa privada, sino porque fue excluida. Improvisada y torpemente, el Gobierno le cerró esa puerta. Reconocido el error, el malestar desapareció. De todas maneras, conviene recordar que las zonas francas, introducidas por Arena como la gran respuesta para el desempleo y el crecimiento económico raquítico, no han satisfecho esos objetivos. El empleo es malo, el salario miserable y las condiciones laborales, en buena parte de las empresas, inhumanas. La disputa ha evidenciado, otra vez, cómo el capitalismo salvadoreño equipara, falazmente, su elevada rentabilidad con el bienestar popular.
En un segundo momento, el sector privado agremiado ha pasado de la protesta airada al papel de víctima, por no haber sido incluido en la primera misión oficial, ya que él es el único que sabe cómo y qué negociar. Ahora avizora las nuevas oportunidades de crecimiento y desarrollo que China ofrece. Reconoce la existencia de relaciones comerciales, las cuales, confía, experimentarán un mayor dinamismo con el establecimiento de relaciones diplomáticas. El Gobierno, por su lado, ha prometido incluirlo en la siguiente misión.
En los reclamos irascibles del capital salvadoreño y de sus voceros resuenan ecos de los prejuicios xenófobos de principios del siglo XX. A mediados de la década de 1920, El Salvador prohibió el ingreso de chinos con el argumento de que pertenecían a una raza perniciosa y egoísta, que acaparaba el pequeño comercio. La legislación nacional —y centroamericana— de esa época se ensañó con ellos y los acusó de perversión sexual, de promover la actividad criminal y de propagar enfermedades venéreas (sífilis). A pesar de la discriminación y las prohibiciones, la inmigración china fue constante debido a la porosidad de las fronteras y los puertos.
Indudablemente, la presencia y la inversión chinas en el país no resolverán los problemas económicos y sociales. China no busca el bienestar del pueblo salvadoreño, sino la expansión de sus inversiones y el aumento de la rentabilidad de su capital. La inversión estadounidense, y cualquier otra inversión, tiene el mismo objetivo. Por eso es incomprensible que los amantes de la patria y los defensores de la soberanía nacional acojan entusiasmados la inversión estadounidense y rechacen la china. En un arrebato de idealismo, y de ingenuidad, se alistan en las filas del imperialismo de Washington contra el de Beijín.
El Salvador debiera mantenerse al margen de la lucha entre las potencias por la sencilla razón de carecer del poderío necesario para salir bien librado. Más bien, debiera mirar por los intereses de su gente y, en consecuencia, negociar los términos de la inversión y del comercio con audacia, visión y habilidad. Mucho depende del interés por el cual se guíen los negociadores. La prioridad no debieran ser los intereses de los capitalistas, sino el bienestar del pueblo salvadoreño.