Rodolfo Cardenal
Las elevadas valoraciones positivas de Bukele y su presidencia no se corresponden con la percepción de los inversionistas, en particular, los extranjeros. En los dos últimos años, El Salvador es el país de la región con menos inversión extranjera directa, el de menor crecimiento económico y el de las finanzas más maltrechas. Ese cortocircuito indica que algo importante falla. El entusiasmo de la opinión pública no es compartido por los inversionistas. Las encuestas son favorables a Bukele, pero el raquítico desempeño de la economía afecta negativamente a la mayoría de quienes hacen esas valoraciones. A muchos de ellos el elevado costo de la canasta básica los obliga a comer menos. Dicho de otra manera, a Bukele le va muy bien, mientras que a las mayorías les va cada vez peor. Otro cortocircuito importante.
La inversión extranjera directa rehúye a El Salvador porque encuentra que el riesgo es demasiado elevado. Paradójicamente, mientras la opinión pública ya no percibe peligro y se siente segura gracias a la represión, el inversionista piensa lo contrario. La arbitrariedad institucional, la ausencia de una política económica clara y sostenible, y la crisis fiscal son fuente de incertidumbre inaceptable. La opinión pública, en cambio, no está interesada en la institucionalidad, a pesar de que sus derechos no están garantizados y son violentados continuamente. La política económica le parece innecesaria mientras tenga que mal comer hoy. La crisis fiscal le es ajena, aunque en algún momento sobre ella y su descendencia recaerá el aumento de los impuestos para saldar unas deudas que poco la beneficiaron. Esta mayoría se da por satisfecha con la seguridad derivada del régimen de excepción. Si llegara a exigir más, sobre ella se abatirá el peso de la represión, del desvalimiento y del terror, por ahora reservados a unos cuantos que cada vez son más.
La seguridad de la política represiva es, en principio, un factor importante para estimular la inversión que tanto necesita la economía nacional para su reactivación, elevar su productividad, crear empleo formal y generar crecimiento económico. Pero esa seguridad no es suficiente para el inversionista, porque la otra cara de la moneda es la incertidumbre jurídica. La suerte de las víctimas de la represión es un argumento contundente. El sistema judicial no promete imparcialidad y rectitud. La única ley es la voluntad presidencial, a la cual solo se accede por contactos, intereses, influencias y, en última instancia, soborno, más o menos solapado. En esto, el capitalista local lleva más ventaja que el extranjero, ya que sabe cómo cobijarse debajo del paraguas de los Bukele. Pero esa protección es más aparente que real: la sombrilla no protege a todos y todos están a merced de la voluntad presidencial.
La inversión extranjera no ha reaccionado a la caída de la tasa de los homicidios, como podría esperarse si ese fuera el factor determinante de la incertidumbre. Sin duda, en ello influye la crisis económica y la inflación mundial, asociadas a la guerra de Ucrania, de la cual El Salvador se desentiende junto con una grotesca minoría de naciones. Si bien estos son factores externos, fuera del alcance del deseo presidencial, pueden ser contrarrestados con una política económica bien pensada, audaz y sostenible a mediano plazo. Pero esa política no existe. Tal vez por comodidad. Tal vez por ignorancia. Tal vez porque Bukele no la considera necesaria, ya que le basta con la popularidad de una población cada vez más empobrecida, hambrienta, desnutrida, enferma y menos educada. En esto, Bukele no es diferente de sus antecesores, incluidos los revolucionarios por excelencia del FMLN, que no se atrevieron a reformar el sistema tributario ni a fortalecer la institucionalidad. Otros países han elevado sustancialmente los impuestos de las empresas que han atesorado ganancias exorbitantes a raíz de la pandemia, la guerra y la crisis económica.
La pereza y la ignorancia gubernamental no son triviales. El Estado deja de percibir unos 900 millones de dólares anuales por las exenciones, las exoneraciones y los incentivos fiscales. A pesar de lo abultado de esa cantidad y de la penuria fiscal, se ignora si los beneficios son superiores a los costos. Probablemente, estos son más altos que aquellos. En cualquier caso, son casi 900 millones de dólares que pudieran invertirse en el área social, lo cual repercutiría directa e inmediatamente en el nivel de vida de los más vulnerables. Bien pensado, es lo mínimo que Bukele pudiera hacer para resarcir en alguna medida la popularidad incondicional que lo mantiene tan cómodamente en el poder.
Tampoco aquí hay coherencia. Otro cortocircuito de realidad que mantiene elevado el flujo de quienes huyen del país de los Bukele. A la pobreza, la guerra y las pandillas se agrega la represión. El uso intenso de las redes digitales y los encendidos discursos electorales no son suficientes para convencer a las víctimas de los cortocircuitos de realidad.