Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Un trabajador sufrió varios desvanecimientos. La clínica empresarial lo remitió a emergencia del Seguro Social. Los síntomas indicaban complicaciones serias. Los análisis descubrieron problemas cardíacos y lo remitieron al especialista. Pero antes de que le dieran la cita con el cardiólogo, tuvo que aguardar la autorización más de una semana. Si en esa larga espera sufría una crisis cardíaca, mala suerte. La burocracia debe aprobar primero la actuación de la clínica y la emergencia, ambas del Seguro Social. Al parecer, los dos primeros diagnósticos carecen de validez sin la intervención del burócrata. El procedimiento no solo pone en grave riesgo la vida del asegurado, sino que también ralentiza la atención especializada, una demanda que la institución no puede satisfacer. Lo mismo ocurre con los análisis y la expedición de medicamentos. La burocracia prima sobre el bienestar del asegurado, un derecho adquirido, pero no observado. De esto los sindicatos no hablan, tal vez porque adivinan que recortaría plazas.
El lastre burocrático se observa también en el aeropuerto internacional, que se jacta de ofrecer servicios de primera calidad. Antes de ingresar en la sección donde las puertas están marcadas con letras, el viajero ha de sufrir un segundo control de seguridad, idéntico al que soporta después de migración. Pregunté a uno de los responsables si el primer control no era fiable. “De ninguna manera”, me respondió muy serio. “Si es así, ¿para qué otro control?”. “Para que usted viaje más seguro”, me dijo circunspectamente. “Me alegro por ustedes”, le manifesté, “porque así tienen empleo”. Más burocracia no equivale a mayor control y más seguridad. La equiparación es falsa. Los controles son necesarios, pero lo justo para aquello que pretenden. Lo demás, como en el aeropuerto y en los retenes policiales de las carreteras, es demostración de autoritarismo y derroche de dinero. El despliegue de policías de tránsito en las arterias con alta siniestralidad es mucho más eficaz que los retenes. Cuando se cae en este extremo, el control entorpece la actividad y complica innecesariamente la vida de la gente.
El discurso sobre las bondades de las nuevas tecnologías es repetitivo y optimista. En la práctica, poco se avanza. Ni siquiera el servicio de Internet tiene la calidad prometida por la publicidad de los proveedores. Los trámites burocráticos como la firma electrónica o el tránsito del transporte de carga por las fronteras terrestres chocan con una burocracia ignorante, torpe y, sobre todo, temerosa de perder el control. La posibilidad de no palpar el papel y contrastar sellos y firmas la desubica. También en ella opera el miedo a perder el empleo. Se aspira a servicios rápidos y eficaces, pero se teme abandonar los usos y las costumbres de siempre. Se desea la modernidad tecnológica, pero se está más cómodo en el provincianismo. En la plataforma electrónica, el control se ejerce de otra manera y no por eso es menos eficaz. Y el empleo se transforma. Se cierran plazas burocráticas, pero se abren otras para programadores, administradores de sistemas y seguridad cibernética. Objetar la amenaza de la piratería informática es incoherente. Todos los dispositivos son vulnerables al ataque del hacker. De ahí la relevancia de la seguridad cibernética.
La educación superior también ha sido secuestrada por los burócratas. El Ministerio de Educación demanda una increíble cantidad de información sobre el quehacer universitario y tiene la insensata pretensión de juzgar sobre todas las disciplinas universitarias. El burócrata está poseído por la falsa ilusión de controlar la academia, a través de la acumulación de datos. Es humanamente imposible, y por eso, presuntuoso, que la burocracia ministerial maneje el volumen de información que demanda de la educación superior del país y menos que capte su contenido. Temerariamente opina de medicina, ingeniería, filosofía o teología. La acreditación universitaria, que consume tiempo, personal y dinero, no acredita nada, porque prevalece la desconfianza. La burocracia se complace en las formalidades, pero estas, en sí mismas, no garantizan calidad. Acumula datos con avidez, pero la realidad se le escapa. Una visión tan retrograda no puede elevar el nivel educativo del país.
La gestión burocrática de la educación ha permeado también la universidad. En parte, por moda neoliberal; en parte, por el vicio del burócrata. La eficiencia empresarial neoliberal ha invadido de tal manera el quehacer universitario que los burócratas dirigen la academia y la investigación, sin tener mayor experiencia en las aulas y sin haber investigado. La administración, un saber eminentemente tecnócrata, los habilita para dirigir el quehacer universitario, el cual va más allá de informes, cuadros, estadísticas, evaluaciones, etc. La obsesión por la calidad, como si se tratase de una cadena de producción industrial, ha impuesto la lógica empresarial, la cual es ajena a la docencia y la investigación universitarias. Ese afán olvida que la educación es una empresa fundamentalmente humana y, por tanto, posee un intangible que se escapa a las mediciones de la burocracia. Esta no sabe nada de la vocación, la dedicación, la entrega, la experiencia y, en definitiva, la mística universitaria. Para ella solo cuentan la normativa fría e impersonal, y las mediciones cuánticas. La dimensión humana del quehacer universitario se le escapa.