Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
El Gobierno no cesa de llamar a la unidad para reducir la violencia y el déficit fiscal. “La unidad de nuestra sociedad es la garantía para que El Salvador avance”, declaró solemnemente el Presidente la semana pasada. El Vicepresidente también pide a la comunidad vecinal colaborar con las fuerzas de seguridad para cerrar el espacio a las pandillas. El director del centro de formación de los policías reclama “más sensibilidad de la propia sociedad hacia sus policías y hacia los hombres de la Fuerza Armada”. La colaboración y la unidad son indispensables para enfrentar los obstáculos y superarlos, pero solo se dan si existen las condiciones para ello. Sin embargo, el Presidente, después de abogar por la unidad, se recreó en las diferencias políticas, ante sus correligionarios y los empleados gubernamentales convertidos en “pueblo”. Y los otros dos altos funcionarios combinan los llamados a la colaboración con la defensa de la represión violenta indiscriminada. En esas circunstancias, no puede haber sensibilidad ni colaboración. Los llamados gubernamentales al diálogo y a la colaboración caen en el vacío por falta de credibilidad.
El Gobierno carece de credibilidad para enfrentar el déficit fiscal porque tolera la evasión y la elusión de los grandes, porque no ha podido presentar una reforma plausible del sistema tributario ni de pensiones, y porque no ajusta el presupuesto nacional a las necesidades básicas de la población. Un informe presidencial sobre la gestión gubernamental como el de la semana pasada, plagado de afirmaciones sin sustento empírico, socava aún más la poca credibilidad que pueda haber. Curiosamente, el discurso, sin pretenderlo, evidencia la crisis de aceptación, al fundamentar el optimismo gubernamental en tres hechos externos: el capelo cardenalicio con el que el papa distingue al obispo auxiliar de San Salvador, una canonización y una beatificación. Hechos que “invitan a la reconciliación, unidad y a la búsqueda de la justicia y la paz”. Indudablemente, estos hechos son importantes para el pueblo y la Iglesia salvadoreña, pero, en sí mismos, no contribuirán a construir el entendimiento necesario para superar el déficit fiscal y la violencia social. Tampoco abonarán a la reconciliación, la justicia y la paz. Los caminos no se encuentran a golpe de voluntarismo, sino que se construyen para avanzar en la dirección deseada.
El Gobierno no tiene credibilidad para unir a las comunidades vecinales ni para suscitar su colaboración con las fuerzas de seguridad. Cómo puede ser factor de unidad y de cooperación si los mismos funcionarios que lanzan esos llamados invitan a los policías a reprimir sin considerar el respeto a los derechos humanos y la legislación. Cómo puede reunir a las poblaciones a las que reprime violenta e indiscriminadamente, y a las que castiga injustamente al negarles educación y salud. La población no carece de voluntad. Prueba de ello es su disposición a cooperar con los grupos locales armados, que intentan llenar el vacío dejado por el Estado. Lamentablemente, esos grupos gozan de la credibilidad que le falta al Gobierno.
Esa falta de credibilidad está relacionada con la incapacidad de gestión. La incondicionalidad a la dirigencia del partido no suple el conocimiento, la experiencia y la capacidad de liderazgo y de ejecución del funcionario público. Atrapados en sus contradicciones, los dirigentes del FMLN atribuyen a sucesivas conspiraciones su fracaso político. El legado militar de la guerra incapacita a la mayoría de los funcionarios actuales para el diálogo y la negociación política. No saben escuchar ni ceder por un bien mayor. Solo entienden de mandar y de ser obedecidos incondicionalmente. De ahí que para esta generación, la política consista en la aniquilación del adversario, no la búsqueda del bienestar de la población. Las dirigencias políticas están imbuidas de cierto mesianismo que las ciega. Cada una piensa estar en posesión de la respuesta a los problemas nacionales. En consecuencia, no admiten el aporte enriquecedor de los otros.
La promesa presidencial de fortalecer la democracia y buscar soluciones a través del diálogo, la negociación, la concertación y la participación de todos los sectores está aún pendiente y no hay señales claras de que vaya a ser satisfecha. El discurso político nacional está lleno de tópicos, afirmaciones políticamente correctas que nunca se concretan. Los aires electorales, que vuelven a soplar, están saturados de esa clase de declaraciones para captar incautos. Los convencidos no necesitan de ellas, porque ya decidieron el voto. Solo el voto consciente y racional puede detener estos vicios políticos. Es necesario poner verdad en el discurso y construir verdad en la realidad nacional.