Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Libertad y soberanía son conceptos asociados tradicionalmente a la efeméride de la independencia. Este año, como no podía ser menos, el discurso presidencial declaró que “la libertad es el legado más preciado de nuestros próceres que nos permite vivir y trabajar como nación soberana”. Sin embargo, es muy difícil hablar de libertad cuando el país se encuentra en manos de los acreedores, porque el poco dinero que recauda ha sido malgastado o ha sido robado impunemente. El lujo no es la única forma de malgastar dinero, también lo es la ineficiencia, un vicio muy extendido. No es exagerado afirmar que, en buena medida, el país vive para pagar sus deudas y los salarios de un sinnúmero de funcionarios ineficaces. Sin embargo, podría liberarse de los acreedores si persiguiera a los derrochadores y a los corruptos, y si elevara grandemente la carga fiscal a quienes perciben el ingreso más voluminoso. Entonces habría dinero para invertir directamente en la gente. Pero a quienes habría que exigirles eficiencia y honradez, y pagar mucho más, precisamente, los más patriotas, se resisten. En buena medida, ellos son responsables de que el legado de los próceres sea una ilusión vana.
Tampoco se puede afirmar que la población salvadoreña vive en libertad, porque el desempleo y la falta de salud, educación y techo obligan a la mayoría a concentrar sus energías en sobrevivir. Miles emigran para huir de esa esclavitud, mientras que otros encuentran una alternativa en el narcotráfico y las pandillas. Así, pues, la libertad es un privilegio reservado a quienes perciben los ingresos más altos. Siempre se puede discutir cuán libres son, dado que, a pesar de sus riquezas y lujos, son esclavos de la ambición, el miedo y el egoísmo.
La soberanía, el otro concepto asociado a la efeméride de la independencia, pasa por alto la dependencia de Estados Unidos; en sentido estricto, sometimiento. Los patriotas y los nacionalistas lo encuentran tan normal que ni siquiera se cuestionan la conveniencia de ese sometimiento. Han renunciado a decidir libremente lo que es ventajoso para El Salvador, porque su prioridad es mantener contenta a Washington. El servicio a los intereses de los grandes capitales, la emigración masiva y la ayuda económica les han quitado la libertad para decidir con criterio propio. El Salvador podría ser mucho más libre de la ayuda económica estadounidense si elevara la carga fiscal a los más ricos. Pero, de nuevo, los más nacionalistas y los más patriotas prefieren gozar de menos libertad y soberanía.
Tampoco se puede afirmar con verdad que Mons. Romero es el referente moral del Gobierno del FMLN, “para el avance y consolidación de El Salvador como nación”, tal como lo hace el discurso presidencial. No es fácil constatar tales avances y tal consolidación. Al contrario, las vaguedades, tan características de esta festividad, convierten la mención del arzobispo mártir en un tópico más del nacionalismo. El discurso gubernamental asocia a Mons. Romero con los próceres de la independencia y, al igual que ellos, lo ha convertido en un referente lejano y vaciado de contenido, pero útil para exaltar el orgullo nacionalista, que es de lo que se trata.
Invocar a Mons. Romero en un contexto militarizado como la festividad de la independencia es otro dislate. La efeméride ha sido secuestrada por el Ejército, con la anuencia de los políticos, sin ninguna justificación histórica. La independencia del 15 de septiembre fue proclamada por los civiles, eso que ahora se ha dado en llamar sociedad civil. Los militares aparecieron más tarde, con las guerras para imponer la unidad regional por la fuerza de las armas. En realidad, el despliegue tiene más de espectáculo que de ejercicio militar, lo cual es muy del agrado popular, quizás porque no hay alternativa para la diversión sana. Mons. Romero terminó su última homilía pidiendo al Ejército, ordenándole, en nombre de Dios, cesar la represión. Aquel no solo no lo escuchó, sino que siempre ha protegido a sus asesinos y a los asesinos de los mártires de la Iglesia salvadoreña.
La invocación de Mons. Romero es estéril. El arzobispo santo no ha sido referente del Gobierno del FMLN. Si lo hubiera sido, este habría defendido a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos y habría hecho caer el peso de la ley sobre sus verdugos. El santo se puso del lado de las víctimas y denunció a los verdugos hasta el punto de derramar su propia sangre. Un Gobierno inspirado en su ejemplo se habría identificado con los desposeídos, los habría comprendido y los habría defendido de las miserias del capitalismo neoliberal, tal como el beato hizo. Al menos habría invitado a los ricos a despojarse de sus anillos y joyas antes de que les cortaran los dedos. Claro, se puede alegar, que esa amenaza hoy es inexistente. Pero bien pudo impedir que las administradoras de las pensiones siguieran apropiándose de una porción considerable del salario de los trabajadores. Asimismo, habría fortalecido la institucionalidad del sistema judicial, en particular, la Sala de lo Constitucional, para que la serpiente no siga mordiendo al que anda descalzo.
Pero no, los Gobiernos del FMLN no han querido tocar lo que Mons. Romero llamó los cables de alta tensión, es decir, las estructuras injustas que oprimen a la gente. El criterio para juzgar si Mons. Romero es o no referente es cómo le va a su pueblo.