Desigualdad estructural

Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero

A los grandes capitalistas salvadoreños no les va nada mal, a pesar de sus frecuentes quejas y protestas por que, dicen ellos, el Gobierno los maltrata. Según el reciente informe de Oxfam, el 82% de la riqueza mundial generada el año pasado fue a parar al 1% más rico, mientras que la mitad más pobre no mejoró en nada. Una tendencia similar se observa en América Latina, donde el 10% más rico concentra el 68% de la riqueza total, mientras que la mitad más pobre solo tiene acceso al 3.5%. Se puede objetar que esos porcentajes no se refieren a El Salvador, pero no hay razón alguna para pensar que el país sea una excepción.

Los datos evidencian que el capitalismo neoliberal recompensa a los ricos, no a los trabajadores. En la actualidad, 42 personas poseen lo mismo que los 3,700 millones más pobres. En América Latina, la fortuna de los milmillonarios creció en 155 mil millones de dólares en 2017, casi el doble de lo necesario para acabar con la pobreza monetaria de la región durante un año. El mayor aumento en la historia de la cantidad de personas con una fortuna superior a los mil millones de dólares se dio el año pasado. Diariamente surgió un milmillonario en el mundo. En la actualidad, hay 2,043 milmillonarios, la inmensa mayoría hombres.

La dinámica neoliberal facilita a los más ricos seguir engrosando sus ya vastas fortunas, mientras que cientos de millones de personas luchan diariamente para simplemente sobrevivir. El resultado inevitable es el aumento de la desigualdad y la inseguridad. El reducido grupo de privilegiados que acapara la riqueza mundial es tan inmensamente rico que hasta ellos mismos se avergüenzan y se esconden de la sociedad. Sin embargo, aunque de alguna manera son conscientes de la obscenidad de su riqueza, eso no consigue frenar su afán por acumular cada vez más, mientras el resto se debe conformar con lo que sobra.

La cuantía de las fortunas es muy relevante, porque el patrimonio es imprescindible para la calidad de la vida y el bienestar. Se echa mano de él en caso de necesidad y para acceder a nuevas rentas. Pero eso no es todo. Su carácter hereditario contribuye a perpetuar la desigualdad, a través de generaciones. La tercera parte de la riqueza de los milmillonarios ha sido heredada. En las próximas dos décadas, 500 de los más ricos heredarán a sus descendientes 2,400 millones de dólares. En buena medida, la suerte de los jóvenes depende cada vez más de la renta y de la riqueza de sus antecesores que de su ingenio y sus esfuerzos. Por más que estudien, inventen y trabajen es muy difícil, casi imposible, que puedan aumentar sus ingresos para permitirse el nivel de consumo que los deslumbra, excepto un reducido grupo de privilegiados.

Esta es la cara oculta de la prosperidad. Los discursos hablan mucho de sueños, de emprendedores, de ingenio, etc., pero silencian que el sistema neoliberal solo recompensa a los que ya son ricos. Ninguno de los muchos candidatos salvadoreños habla de esta realidad. La gran empresa agremiada y sus intelectuales acusan con irritación de promover la lucha de clases a quienes traen a cuento esta realidad. En realidad, son ellos quienes han declarado la guerra a los pobres. A veces es una guerra de exterminio. A pesar de ello, conviene hablar de este asunto, porque la desigualdad se ha vuelto estructural. Los beneficios del crecimiento económico inexorablemente van a parar a las manos de quienes ya viven muy regaladamente, lo cual multiplica aún más sus oportunidades para acceder a más dinero y poder.

Estos datos son un argumento sólido para exigir un sistema fiscal menos favorable para los ricos. El país necesita una reforma fiscal que haga que las grandes fortunas contribuyan al bienestar común. El dinero acumulado en cantidades obscenas y la penuria en la que sobrevive la mayoría de la gente así lo exigen. Por muy progresiva que pueda ser esa reforma, la contribución de los millonarios no representará más que una proporción pequeña de su inmensa fortuna. La reforma fiscal debe ser complementada con empleos y salarios dignos para los trabajadores y las trabajadoras, con programas de amplia protección social y con el respeto a los derechos humanos y laborales por parte de las empresas.

Ninguno de los muchos candidatos de estos días habla de la desigualdad estructural ni de su significado para los millonarios y las mayorías condenadas a la pobreza perpetua. Sus promesas pueden parecer atractivas, pero si las llegan a cumplir, sus seguidores no van a mejorar sustancialmente su nivel de vida, porque no van a la raíz de la desigualdad, el principio de todos los males. Una visión de país que no incluye alternativas reales a la desigualdad estructural no cambia a El Salvador. Es más de lo mismo.

 

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