La intolerancia es la desesperación de no tener razón. A esa situación límite se llega cuando existe el convencimiento de estar en posesión de la verdad, a causa de ocupar una posición de dirección o de poder. El cargo conllevaría el monopolio de la verdad. De ahí que quien está a cargo, siempre tiene razón y nunca se equivoca. Por consiguiente, no debe ser cuestionado, sino solo obedecido cumplidamente. Sin embargo, pese a estas curiosas creencias, es imposible desterrar la duda de si, en realidad, se está en posesión de la verdad, si las decisiones son acertadas y si las acciones emprendidas conducen a la meta deseada. La incertidumbre y el miedo a no tener razón desembocan en la intolerancia. La intransigencia y el sectarismo esconden mucho miedo e inseguridad.
La duda es inevitable, porque el intolerante, como cualquier ser humano, está sometido a la finitud. La mayoría de las personas disfruta la vida, a pesar de la incertidumbre y la inseguridad. Está abierta a los demás, deseosa de ser ayudada y de ayudar. No solo respeta la diferencia, sino que esta la enriquece. El intolerante, en cambio, se revuelve contra la pequeñez y la fugacidad humana, y pretende evadirlas erigiéndose en absoluto, solo para descubrir su falibilidad. Frustrado y desesperado, se refugia en el despotismo, por lo general, poco ilustrado, en la irascibilidad ante la sospecha sobre sus grandes cualidades y, en definitiva, en la agresión despiadada. Contrario a las apariencias, el autoritarismo resuelve mal el anhelo humano de alcanzar cierto nivel de certeza y seguridad. Fácilmente cae en la contradicción y la incoherencia, que encubre con la imposición, la mentira y la intimidación.
En lugar de explicar y argumentar, de escuchar con atención y consentir con magnanimidad, el intolerante condena e insulta. La crítica de la que es blanco privilegiado el político y el gobernante le resulta insoportable. Solo admite la alabanza y la adulación. No es la voz del pueblo ni de nadie. Más bien, levanta su voz. En sentido estricto, no grita, sino agita las redes sociales. Pero la agitación, por muy voluminosa y vociferante que sea, no significa tener razón. Todo lo contrario, es miedo a no tenerla. De alguna manera sospecha que sus argumentos no son tan fuertes como quisiera. Intenta suplir lo que le falta de verdad iluminadora y transformadora con la saturación de la redes, lo cual le genera la sensación de seguridad y fortaleza que la razón, tercamente, le niega. Pero eso no impide que la ausencia de realidad transformada se cierna como una amenaza imponderable.
El régimen teocrático de Irán y su temible Guardia Revolucionaria han sido sobresaltados por la protesta masiva de las mujeres contra la imposición del velo por parte de la Guardia de la Moral. El clero y sus guardias no han podido contener la rebelión contra el orden patriarcal y teocrático. La revuelta tiene tres meses de duración y no parece haber perdido fuerza, pese a la represión sangrienta, que ya cuenta en su haber alrededor de 300 muertes, 40 de ellas de menores de edad. La China, que acaba de renovar inalterada el mandato de su presidente por diez años más, ha sido sorprendida por la movilización de una población indignada en algunas de sus ciudades más grandes. Las masas no se movilizaban desde las protestas y la masacre de Tiananmén de 1989. El estricto control estatal no ha podido impedir las manifestaciones de una población harta de confinamiento y vigilancia. El presidente, presentado por el partido oficial como un gobernante inteligente y hábil en el control de la pandemia, en contraposición al occidente decadente, ha debido ceder y abandonar la política de cero covid. La misma que su partido acababa de elogiar como prueba de su sabiduría y benevolencia.
En Irán y China, la realidad es más poderosa que el régimen autoritario, controlador y represivo. En ambos casos, se comprueba, una vez más, que la dictadura no es invencible ni eterna. Una conciencia colectiva clara y decidida, y una movilización general pueden dar al traste con ella. Bukele presume del profesionalismo con el que sus fuerzas represivas libran la guerra contra las pandillas sin mayores bajas. Cuestión abierta es si ese profesionalismo se mantendrá si la población se moviliza para acabar con la dictadura de los Bukele.
La intolerancia es característica de ejecutivos, directores y gobernantes muy pagados de sí mismo y de su poder. Paradójicamente, la intolerancia niega lo que procura afirmar. Sostiene estar en posesión de la verdad, custodiar la seguridad y ofrecer prosperidad. En la práctica, miente, no protege ni distribuye bienestar. La intolerancia se alimenta de una combinación perversa de ignorancia, incompetencia y miedo insufrible al fracaso. El deseo intenso e irracional de absolutez pierde al intolerante. La búsqueda de una seguridad absoluta aniquila la libertad y sofoca la vida, al convertirla en un infierno.