Mons. Romero no ha perdido actualidad. Todavía hoy representa un desafío. Desafía a dar continuidad a su reclamo de justicia y de paz, y desafía a seguir a Jesús en la construcción del Reino de Dios. La devoción y el culto, aunque importantes, no bastan. Tienen el grave peligro de hacer de Mons. Romero un mito que no interpela, ajeno a la historia de su pueblo. Cuando se separa a monseñor del pueblo adolorido y humillado, se lo desvirtúa. Mons. Romero no necesita culto, sino seguimiento.
Los nuevos de siempre objetan que la situación del país es muy diferente. El Salvador de Bukele es totalmente nuevo. Sin duda, Mons. Romero vería con buenos ojos la desarticulación de las pandillas, pero no perdería de vista el elevado costo humano de esa operación. Denunciaría la tortura y la crueldad, el irrespeto a la dignidad humana y al derecho. Se identificaría con las familias que piden liberar a los inocentes y los enfermos, con las mujeres que aguardan noticias de sus maridos e hijos fuera de las prisiones, y con los menores abandonados. Clamaría, una y otra vez, como lo hizo en vida, que el fin nunca justifica los medios.
Mons. Romero iría más allá y llamaría la atención sobre las causas que llevaron a decenas de miles de jóvenes a organizarse en pandillas criminales. Denunciaría el pecado que se encuentra en su origen y llamaría a cerrar esa posibilidad con la construcción de una sociedad igualitaria, solidaria y pacífica, donde la explotación, la opresión y la violencia no tengan cabida. Señalaría otra vez la ironía de unos soldados y policías que despojan, torturan y humillan a otros tan pobres como ellos, porque estos, a su vez, no encontraron otro medio de vida que robar y asesinar a otros igualmente pobres.
El Salvador de hoy no es mejor que el de Mons. Romero. Su memoria y su palabra profética son aún necesarias. Mons. Romero clamaría con fuerza contra la militarización de la sociedad y contra la idolatría de la seguridad nacional o del régimen de excepción. En vida alertó contra “la omnipotencia de estos regímenes”, porque “el total desprecio hacia el individuo y sus derechos, la total falta de ética en los medios para lograr sus fines, hace que la seguridad nacional se convierta en un ídolo, parecido al dios Moloc, en cuyo nombre se sacrifican cotidianamente numerosas víctimas”. Esta idolatría no salva, sino somete al pueblo “a la tutela de las elites militares y políticas, que oprimen y reprimen a todos los que se opongan a sus determinaciones, en nombre de una supuesta guerra total”.
La absolutización del Estado totalitario y su seguridad es inseparable de la absolutización de la riqueza y la propiedad privada. Las dos se necesitan, dijo Mons. Romero, “para mantener los privilegios, aun a costa de la dignidad humana”. Entregarse a la riqueza y la propiedad para compensar, con la grandeza y el poder derivadas de ellas, la poquedad y la pequeñez humana es perverso. La obsesión por tener cada vez más, advirtió Mons. Romero, “fomenta el egoísmo y destruye la convivencia fraterna de los hijos de Dios”. El individualismo dejado a sí mismo es necesariamente homicida. Esta idolatría es, continúa la denuncia, “la raíz de la violencia estructural y de la violencia represiva y es, en último término, la causante de gran parte de nuestro subdesarrollo”.
Mons. Romero desenmascaró una tercera idolatría, una muy actual. Denunció la idolatría de la organización y los caudillos, populares y revolucionarios, entonces; sectarios, ahora. Estos se convierten en idolatría, dijo Mons. Romero, cuando se erigen en “valor supremo, al cual se subordina todo lo demás”. A quienes confían ciegamente en el líder del Estado totalitario y su seguridad militarizada, les recuerda que “no hay más que un solo Dios y un solo Señor”. La “absolutización de una cosa creada es una ofensa al único Absoluto y Creador, porque erige y sirve a un ídolo que pretende suplantar al mismo Dios”.
Además de ofender a Dios, sigue Mons. Romero, “toda absolutización destruye y desorienta”, porque “cuando se absolutiza un valor humano, dándole, teórica o prácticamente, un carácter divino, se priva al hombre de su más alta vocación e inspiración y se empuja la cultura de un pueblo hacia una verdadera idolatría que lo mutila y lo oprime”. Es irónico, dijo, que todas las organizaciones y sus líderes hayan comenzado defendiendo los intereses populares. Pero luego, se fanatizaron, “de modo que ya no son los intereses populares los que más interesan, sino los del grupo u organización”.
Quisieron callar su voz asesinándolo. Hoy, muchos olvidan su palabra profética. Pero su voz resuena interpelante. Desafía a comprometerse con la justicia y la paz, la reconciliación y la misericordia para reunir a su pueblo enemistado y disperso y convertirlo en el pueblo de Dios.