Rodolfo Cardenal
Bukele dictó a la nación los resultados de las elecciones desde el balcón del Palacio Nacional. Se autoproclamó reelecto y dueño de la legislatura por mayorías abrumadoras. Precipitadamente, los países amigos aceptaron el dictado presidencial. La reserva de Estados Unidos sobre la observancia de los derechos humanos es un mero formalismo, requerido por las circunstancias. Washington no espera que los observe ni se lo exigirá. Mientras tanto, los peones se las ingenian para revestir de credibilidad unas elecciones abiertamente fraudulentas. Por mucho que se esfuercen, las elecciones presidencial y legislativa están lastrada por una larga cadena de irregularidades, cada vez más clara y documentada por las redes sociales. Mientras Bukele guarda silencio, pues su dictum es ley, los fieles se atrincheran defensivamente en el caudal de votos captado por su ídolo y la oposición pide anular la elección.
La insensatez del oficialismo puso por primera vez en entredicho una elección desde 1992. Envalentonado, decidió arrasar en las urnas a cualquier precio, convencido de que un simple triunfo era insuficiente para sus ambiciones totalitarias. Bukele no se contenta con un triunfo, busca aplastar. La reelección y el control de la legislatura eran cosa hecha; la mayoría votaría a favor. Pero Bukele aspira a una totalidad similar a la de sus encuestas de popularidad; una totalidad que lo encumbre definitivamente en el pináculo que roza el cielo de los grandes y famosos, y así presentarse ante el mundo como “rey de reyes”. No lo logró, se quedó corto. Apenas un poco más del 40 por ciento del padrón votó por su reelección. Obtuvo el doble de los votos de 2019, pero no la totalidad del sufragio, ni siquiera la mitad.
El dictado intempestivo de los resultados electorales desde el balcón del Palacio Presidencial pretendía disimular el desaire de más de la mitad del electorado, tanto del local como el del extranjero, donde el caudal de votos, respecto a la totalidad de la diáspora, es todavía mucho menor. Este inconveniente se ha visto agravado por la ineptitud de sus peones para montar un fraude creíble. No pudieron entregar un triunfo electoral limpio. El TSE, último responsable del proceso, no tiene explicación convincente del caos. Calla, desinforma y se desdice. La única conspiración evidente es su incapacidad para garantizar unas elecciones confiables y seguras. La anarquía creada ha hecho más difícil ajustar los resultados al dictum de Bukele de manera plausible.
El fraude electoral es muestra clara de debilidad. Bukele busca arrebatar mañosamente lo que pudo haber obtenido limpia y elegantemente. La inconstitucionalidad de la reelección arrastra consigo un fraude masivo y sistemático, que ratifica su ilegitimidad. Bukele y sus huestes usurparon la institucionalidad electoral, desde el sufragio hasta el escrutinio final. No cabe duda de que ha eliminado la institucionalidad democrática, tal como alardean sus voceros más cualificados. Pero no crea novedad. Reemplazó una democracia en ciernes con las prácticas oligárquicas y militares del pasado. La experiencia demuestra que esas prácticas conducen a un callejón sin salida, del cual nadie sale indemne. La carga más pesada recaerá sobre los sectores con menos ingresos y oportunidades. La democracia heredada tenía mucho de podrido, corrupto y sanguinario, pero la dictadura de nuevo cuño de Bukele no es diferente, excepto por su notable habilidad para disfrazar una corrupción más voraz que la de los políticos tradicionales.
El fraude de la primera ronda de elecciones da la razón a los indiferentes y los desengañados que no acudieron a las urnas. No tenía sentido movilizarse y votar cuando una autoridad desvergonzadamente deshonesta había determinado de antemano el resultado. Mucho menos sentido tiene ahora votar en la elección municipal y del parlamento centroamericano. Las torpezas del oficialismo desmovilizan a un sector representativo de la población.
Anular las elecciones no es opción para una autoridad electoral obligada a ajustar los resultados definitivos al dictado de Bukele. Tampoco está a su alcance revestirlos de un mínimo de legitimidad para guardar las apariencias. La matonería predominante en el oficialismo pareciera indicar que ha llegado el momento de suprimir, mediante otro dictado presidencial, los restos de la institucionalidad. Las elecciones han demostrado que el país es gobernado por los dictados de Bukele. El régimen se ha despojado de lo que quedaba de su máscara de respetabilidad para mostrar su verdadero rostro.