El nuevo Gobierno ha comenzado con una demostración de fuerza que contrasta con la inercia, pasividad e ineficiencia de su predecesor. La primera exhibición de energía ha sido el despido de los familiares de la dirigencia del FMLN y de centenares de empleados públicos. Las destituciones se han sucedido rápida, tajante y públicamente, a golpe de tuits, y han sido muy aplaudidas por los seguidores del presidente, lo cual refleja la repulsa a los privilegios concedidos por el FMLN a su militancia más leal. La repugnancia y el entusiasmo son comprensibles, pero es totalmente inaceptable que las destituciones hayan sido ejecutadas de manera desconsiderada, prepotente y humillante, violentando la dignidad de los despedidos y la legislación laboral. Entre los centenares de destituidos, hay muchos que no deben su cargo al partido de izquierda.
Bukele enfrenta un dilema complejo que, si no lo resuelve adecuadamente, puede terminar bastante mal. El dilema consiste en proyectar la imagen de un Ejecutivo que introduce cambios rápidos sin considerar la institucionalidad u optar por reformar respetando la institucionalidad, pero a un ritmo más lento. La manera de proceder plantea la disyuntiva de agrandar la figura del presidente o dejar espacio a los ministros y formar un equipo de gobierno. Es entendible que Bukele y sus asesores estén ansiosos por distanciarse cuanto antes de Arena y del FMLN, y por demostrar a sus seguidores que “sí pueden” o que no son como “los mismos de siempre”. Pero ese afán conlleva riesgos que ameritan una ponderación meditada.
Los cambios son necesarios y urgentes, pero la precipitación propende a la improvisación y la ligereza, tal como ha sucedido con la designación de la nueva cúpula policial y de algunos altos funcionarios. Algunos de los nuevos jefes policiales están asociados con escuadrones de la muerte, el fraude procesal y la ineficiencia. En más de una década, no han podido garantizar la seguridad ciudadana. Solo saben reprimir y recoger cadáveres. Algunos de los nuevos altos funcionarios proceden del círculo corrupto del último Gobierno de Arena. No es razonable pensar que estos funcionarios, por trabajar para la administración de Bukele, han abrazado la honestidad, la eficacia y el servicio al bien común.
Forzar la institucionalidad, confiado en la popularidad, puede arrojar resultados inmediatos, pero a mediano y largo plazo es más fuente de males que de bienes. Pareciera que la urgencia por transformar, acompañada del aplauso de innumerables seguidores, justifica prescindir de la legislación. Al menos eso se colige de la indicación presidencial a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, a quienes pidió desentenderse de los derechos de los empleados despedidos y atender el clamor de los miles que aprueban la medida. Ya antes de asumir la presidencia, Bukele ordenó a la Policía liberar a un joven capturado en una trifulca callejera. Este camino conduce a la arbitrariedad, al autoritarismo y, en último término, al caos, realidades nada propicias para la inversión.
Confiar en la popularidad como sustituto de la institucionalidad es equívoco. El pueblo tiene una intuición profunda de la realidad y la vida, razón por la cual hay que prestar atención a su sentir y su pensar. Pero el aplauso de la galería puede estar movido por la irracionalidad. La democracia no permite apelar a la popularidad para orillar la institucionalidad. Si esta obstaculiza el bien común, es imperativo reformarla para colocarla al servicio de los intereses de la mayoría. En eso consiste el fortalecimiento de la institucionalidad. La medida arbitraria suele pasar con el Gobierno que la impone, mientras que la institucionalidad permanece, sobre todo si demuestra su acierto. La solución no está en contraponer la voluntad popular a la sentencia errada de magistrados y jueces, sino en cambiar el procedimiento para elegirlos, para garantizar que se distinguen por su sólida jurisprudencia, el conocimiento del derecho internacional, la experiencia probada, la racionalidad y el sentido de lo humano.
Reformar la institucionalidad es tarea ardua y lenta, pero necesaria y urgente. La institucionalidad actual no solo es obsoleta e ineficiente, sino también perjudicial para el bienestar del mismo pueblo al cual el Gobierno actual pretende salvar. La mala costumbre, el provincialismo, la ignorancia y los intereses creados son vicios que deben ser erradicados, tal como queda demostrado en el fallo que exime a las multinacionales de la aviación del impuesto sobre el combustible. El gran desafío del nuevo Gobierno, y su aporte más importante, consiste en poner los fundamentos para emprender esa reforma. Pero sus primeras decisiones apuntan en sentido contrario. En eso, muy a su pesar, comete el mismo error que los Gobiernos del FMLN y refuerza los temores suscitados por la centralidad del presidente, la cual es tan fuerte que funcionarios de menor rango la reproducen y ordenan tajante y desconsideradamente. El centralismo exacerbado yerra con más facilidad que la decisión consensuada y tiene menos potencial para reconocer el error y enmendarlo.
Avanzar en la reforma institucional no es contrario al cambio, a pesar de su lentitud, si se sabe qué se busca y se ponen los medios para conseguirlo. Adicionalmente, tiene la ventaja de construir sobre cimientos sólidos. Atender a lo inmediato con menoscabo de la racionalidad y la institucionalidad, es un error estratégico, porque empeña el futuro.