Por Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Casa Presidencial comenzó a gestionar la pandemia con el patrón centralizador y autoritario que la caracteriza. Al cabo de más de dos meses, la gestión da muestras de agotamiento. Prueba de ello es la rabieta del presidente porque la Sala de lo Constitucional le desautorizó un decreto fraudulento; una exhibición en cámara de inmadurez, indigna de un presidente de la República. Casa Presidencial se enreda en su propio laberinto, mientras se lleva de encuentro a la población más vulnerable. Qué sentido tiene “encerrar” un mes cuando dos semanas es suficiente, según los especialistas. Las flagrantes contradicciones de los voceros presidenciales evidencian decisiones desafortunadas. Es así como el discurso oficial carece de credibilidad, tal como lamenta el ministro de Salud. El argumento de que trabajan incansablemente (24/7) para salvar vidas tiene cada vez menos aceptación. No porque la vida no se valore, sino porque Casa Presidencial no parece tener otra respuesta que la amenaza, el miedo, el insulto y el castigo. El hastío ciudadano comenzó a manifestarse hace algún tiempo, para irritación de los voceros presidenciales.
Las múltiples dimensiones y complejidades de la crisis de la covid-19 han desbordado la obsesión centralizadora de una Casa Presidencial desconfiada e insegura, que no sabe delegar. La crisis incluye la salud y la vida. No solo amenaza el virus, sino también el hambre. Decenas de miles ya padecen más hambre de la habitual. ¿Cómo conjugar el necesario distanciamiento social con la población que se rebusca para comer? El dinero y las canastas básicas no pueden satisfacer esa necesidad vital. En parte, por la centralización proverbial que no tolera la delegación. La complejidad del desafío hace del manejo centralizado una temeridad. La centralización y el sigilo pierden a una gestión presidencial que ha confundido el deseo —legítimo, por cierto— de mostrar al presidente Bukele al “frente de la emergencia” con el monopolio de la gestión.
La estadística de la pandemia no es fiable, porque los resultados de los test tienen un retraso de varios días, porque utiliza números absolutos en vez de tasas y porque no dispone de control independiente. Tampoco es fácil ubicar la cadena de contagio, porque no utiliza la dirección actual, sino la del DUI, y porque los test son palmariamente insuficientes. De ahí que los diagnósticos y las decisiones basadas en esos datos sean necesariamente equívocas, sino erradas. En opinión de los especialistas, el colapso del sistema de salud es una fabricación del Ministerio de Salud, ya que la inmensa mayoría de los pacientes son asintomáticos y estables y, en consecuencia, no necesitan hospitalización, sino un seguimiento cuidadoso.
Además de la falta de datos precisos, los diletantes asesoran las órdenes emanadas de Casa Presidencial. Los ignorantes ordenan en los hospitales. Una instancia desconocida y ajena a la realidad dirige los centros de “detención” de miles de personas. Y rigiéndolo todo, como mantra infalible, los “protocolos”. Los desatinos y los errores proliferan. Así lo ha debido reconocer en algunas ocasiones el ministro de Salud, aunque sin capacidad o poder para corregir el curso. No debe, pues, extrañarse de la poca credibilidad de su discurso. Casa Presidencial se defiende alegando que está en contacto con expertos extranjeros de lugares lejanos, ajenos a la realidad nacional. Los Gobiernos más exitosos en el control de la covid-19 han sido aquellos que han puesto a personal médico especializado al frente de la gestión de la crisis. Han sometido la decisión política al juicio de los especialistas. Aquí, en cambio, prevalece el criterio político, disfrazado de defensor de la vida, para que el presidente Bukele aparezca “al frente de la emergencia”.
Este rumbo es muy peligroso. El descontrol puede tener un costo en vidas humanas más elevado del razonablemente esperado. No solo por la pandemia, sino también por las enfermedades desatendidas, los desarreglos mentales y el hambre. El desempleo y el hambre se ciernen amenazadoramente sobre el futuro inmediato. El aumento descontrolado del gasto público, incluida la tenaz resistencia a rendir cuentas y la corrupción, están hipotecando el futuro de las generaciones jóvenes.
Aún es tiempo para rectificar, pero no hay apertura ni voluntad. Los llamados a la unidad y al diálogo, insistentes últimamente, son vacíos y poco creíbles. Hasta ahora, el llamado de Casa Presidencial a la unidad nacional es un emplazamiento para alinearse con su inquilino. El diálogo que ofrece viene acompañado de descalificaciones, algunas cargadas de machismo, e insultos. En el mejor de los casos, permite expresar opiniones, pero sin intención de considerarlas. La negociación ha sido un chantaje. El empecinamiento pareciera indicar una posición muy sólida. Pero no es suficiente para superar las crisis, tal como lo muestra la negociación con los grandes capitales. El primer paso para entablar un diálogo fecundo corresponde a quien detenta el poder, porque tiene la responsabilidad mayor. Más aún, la mala experiencia con “los diálogos” anteriores obliga al presidente Bukele a dar muestras claras de buena voluntad para abrir espacio a la búsqueda de un entendimiento, cuyo único interés sea el bien general.