Rodolfo Cardenal
El paraíso en la tierra es una quimera tan antigua como la humanidad. Cada cierto tiempo, aparecen iluminados dispuestos a emprender su construcción, a pesar de los fiascos anteriores. El Salvador de Bukele se ha sumado a esa tradición, donde también figuran el fascismo, el nazismo, el comunismo y las dictaduras de todos los colores. El fracaso incuestionable de sus predecesores no es un buen presagio. No hay razones para pensar que la aventura de Bukele tendrá, contra todo pronóstico, un final feliz. La quimera paradisíaca es seductora, a pesar de sus repetidos reveses. Se suele presentar como un objetivo accesible. Incluso contiene elementos que la hacen verosímil. Pero en sus interioridades anida el gusano de la putrefacción.
La Unión Soviética es un caso pertinente. Se propuso crear un paraíso comunista, pero, en la práctica, se redujo a imponer un nivel de vida con privaciones insoportables y una uniformidad sofocante. La cúpula del aparato partidario, en cambio, se regalaba con las bondades del capitalismo. El autoritarismo desembocó en la dictadura estalinista, una de las más brutales del siglo pasado. En 1989, el paraíso comunista colapsó. El capitalismo neoliberal prometió otro edén de libertad y prosperidad, de las cuales solo gozaron unos pocos. La mayoría todavía aguarda que el rebalse del vaso que las contiene.
La característica más destacada del paraíso de Bukele es la seguridad. Un espacio inundado de luz, de colores y de armonía. Un entusiasta de última hora lo ensalza como “el país de las maravillas festivas”. Los visitantes acuden en masa a admirar fascinados sus creaciones. Más bien pocas, pero vistosas. La concurrencia disfruta de esas amenidades, inconsciente de que esconden el enriquecimiento desorbitado, la estafa financiera disimulada, el abismo que separa a los privilegiados de los desafortunados y el sistema carcelario donde la violación de la dignidad y los derechos humanos constituye el orden del día.
Los habituales de estos espacios maravillosos viven para consumir y para exhibir su consumo, en un ambiente festivo y despreocupado. Aquellos que no pueden participar de esos placeres son negligentes. Ellos mismos se excluyen por falta de iniciativa y trabajo. Asimismo, decenas de miles están encarcelados por su propia culpa. Ellos, en cambio, han sido recompensados por sus méritos. Se creen los mejores, los únicos buenos y los que no tienen nada que aprender de los demás.
Otra característica fundamental que identifica a los paraísos terrenales es su afán por reescribir la historia. Desmontan el pasado y conservan solo aquello que sirve para justificar su propia existencia y para dejar clara su pertinencia y necesidad. Sin embargo, la continuidad de sus construcciones depende de la solidez de la mentira que la sustenta. Bukele invierte ingentes cantidades de dólares en la industria de la desinformación, la propagación del catastrofismo y la difusión del miedo. En consecuencia, la viralización en las redes digitales de datos y sentires alternativos o críticos atenta directamente contra la integridad paradisíaca. Por eso, persigue a sus autores como criminales peligrosos. No le interesa considerar la verdad que pueda haber en esos discursos, sino castigar con mano dura a quienes se rebelan contra la cultura de “la sociedad feliz”.
El paraíso de Bukele, igual que todos los demás, cultiva la cultura de la mentira. La China actual, su socia comercial y una de sus donantes más generosas, ilumina cómo opera esa cultura. El partido comunista mantiene un estricto régimen de vigilancia y control sobre sus ciudadanos para evitar desviaciones de la ideología oficial. El pensamiento, la creación estética, la academia y la opinión deben ajustarse a los lineamientos del partido único y su gran jefe. China es una potencia mundial, que compite con Estados Unidos y Europa, pero es también una sociedad donde la libertad está vigilada y restringida. La prolongación de la revolución maoísta, cuyo “salto adelante” generó una hambruna general y cuya “revolución cultural” ya quiso uniformar la sociedad, depende del acatamiento incondicional de las directrices del partido.
Aparentemente, El Salvador de Bukele es más sosegado y festivo. En realidad, tiene dos caras. Los espacios donde reina la música, el color y la fiesta son la cara simpática y atractiva, que habla de milagro o de paraíso. Los espacios donde reina el terror como el sistema carcelario, los vecindarios populares y las dependencias estatales son la cara oculta, pero real. El acecho y el espionaje son constantes. La censura, la coacción y la humillación son habituales. Las dos realidades son inseparables. Por tanto, el “festivo mundo maravilloso” que celebran los fanáticos es mentira y engaño.
En el mediano y largo plazo, esa dualidad es insostenible, tal como lo demuestran los experimentos anteriores. El germen de la putrefacción ya hace implacablemente su trabajo.