Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
El Ministro de Defensa puede estar tranquilo: someter las compras y adquisiciones del Ejército a concurso público no pone en riesgo la seguridad nacional. El sentir de la población por una improbable falla de dicha seguridad, a raíz de la información hecha pública, no debe quitarle el sueño. A la población actual la angustia la actividad criminal de las pandillas y de las fuerzas gubernamentales. En este sentido, más debiera preocuparle que el Estado haya perdido el monopolio del uso legítimo de la fuerza y el de la posesión de armas. El libre tráfico y comercio de estas ha facilitado que el crimen organizado tenga más poder de fuego que la Policía y los soldados. Más debiera inquietarle el abuso de poder y la violación a los derechos humanos por parte de los miembros del Ejército que participan en los operativos represivos del Gobierno.
El conflicto internacional está descartado. El Salvador no se encuentra amenazado por ninguna potencia extranjera. Ni tiene potencial militar para iniciar un conflicto internacional por falta de armamento, de tecnología, de personal entrenado y de recursos en general. Además, Estados Unidos no tolerará ningún conflicto internacional en la región. El único desafío real para la seguridad nacional es interno y proviene del crimen organizado, esto es, de las pandillas, el narcotráfico y la corrupción.
Mantener en secreto las compras y adquisiciones militares abre espacio para la participación de la organización criminal y fomenta la corrupción. La opacidad se presta al tráfico de influencias, al soborno, al gasto superfluo y al desperdicio, prácticas bastante comunes en el país. El Ministro no debe olvidar que los equipos y los servicios militares son adquiridos, en gran medida, con los impuestos de los asalariados y de los que pagan IVA. En consecuencia, el Ministerio de Defensa debe estar abierto al control institucional para impedir y perseguir esos vicios. La seguridad nacional es un pretexto para impedir el escrutinio del gasto militar. En los Estados democráticos, ese gasto está sometido al control de instancias independientes no militares. Así, por ejemplo, las adquisiciones del Pentágono son del dominio público. El secreto militar comprende un área más bien estrecha y muy delimitada, la cual también está sometida a la supervisión de los comités de inteligencia del legislativo.
La seguridad nacional ha sido y es utilizada como pretexto para ocultar información sobre la responsabilidad del Ejército en las masacres de la guerra civil y en las violaciones a derechos humanos cometidas durante la oleada represiva actual. El pretexto ha servido bien a la impunidad militar. No han faltado incidentes entre la Fiscalía que demanda información y el Ejército que se la niega, en virtud del privilegio autoritario. En el siglo pasado, la seguridad nacional justificó la persecución y el asesinato político. El privilegio que el Ministro reclama para el Ejército refuerza el hermetismo de una institución que se resiste a dar cuentas a la opinión pública. El imaginario militar se equivoca si piensa que así la hace más poderosa.
Casa Presidencial también ha utilizado la seguridad nacional para no informar detalladamente acerca de los viajes presidenciales y del uso discrecional de una millonaria cantidad de dinero, conocida como “partida secreta”. Se trata de actividades públicas, protagonizadas por funcionarios públicos y financiadas con fondos públicos. Hasta ahora, los registros de Casa Presidencial están ilocalizables. Tal vez porque fueron destruidos, tal vez por simple desorden irresponsable, que un control independiente impediría.
De todas maneras, si tantas son las ganas del Ministro de declararse en rebeldía contra la sentencia de la Sala de lo Constitucional, que ordena someter a concurso público las compras y adquisiciones del Ejército, no estaría mal que se dejara llevar por la pasión. Así pondría en evidencia la hasta ahora no reconocida independencia del Ejército del poder político del Estado. La ocultación del gasto militar es parte de esa autonomía. Una rebelión de esa naturaleza no pondría en peligro la estabilidad del Estado, porque Washington tiene medios eficaces para impedir que sobrepasase los límites de lo permitido, y tiene la enorme ventaja de ofrecer la posibilidad de acabar de una vez con esa anormalidad institucional.
Un ministro de defensa realmente preocupado por la seguridad nacional habría mandado poner en orden y preservar los archivos militares, y los habría puesto a disposición de las víctimas de la guerra, del sistema judicial y de los investigadores. Un ministro de defensa al servicio del interés nacional respondería con prontitud a las solicitudes de información de los jueces, en cuyos tribunales se ventilan las violaciones a derechos humanos del siglo pasado y del actual. Una de las mejores formas de contribuir positivamente a la seguridad nacional es no tolerar la impunidad de los militares. Exponerlos a la opinión pública y al juez constituiría la lección más elocuente de civismo y de respeto a los derechos humanos.