Rodolfo Cardenal
El Salvador de las mises no es el de las mayorías, sino el de Bukele, el de “las mejores olas y una taza del mejor café del mundo”. Las mises no experimentaron el caos vehicular cotidiano. Las llevaron y las trajeron por calles despejadas y embellecidas para la ocasión, o en helicóptero. Donde llegaron, encontraron un escenario para posar, protegido por círculos de soldados con armas de guerra. El centro de la capital lo hallaron “limpio”, sin vendedoras ambulantes, sin mendigos ni vagabundos. Los policías los expulsaron y cercaron la zona. Ni siquiera los perros de Suchitoto se libraron de la limpieza policial. Las mises vieron el país desde el interior de un círculo militarizado. En palabras de una asidua del centro de la capital, “tanto lujo en la calle y los pobres muriéndose de hambre… aquí se preocupan porque la gente extranjera ande bien, ¿y nosotros qué?”.
Un medio escrito respondió a su reclamo destemplado que esas extranjeras “han venido a disfrutar y a pasársela bien”. Algo que la inmensa mayoría de las mujeres salvadoreñas no puede permitirse. Los aficionados al país de Bukele miraron extasiados los cuerpos muy cuidados y maquillados de las mises para no ver a las trabajadoras que emplean varias horas diarias para desplazarse entre su hogar y su trabajo, ni a las que aguardan días interminables para pasar consulta con un hijo enfermo, ni a las madres que buscan desesperadas a sus hijos desaparecidos, ni a las mujeres que solicitan habeas corpus sin obtener respuesta, ni a las abuelas que se rebuscan para alimentar a los menores que la dictadura dejó a su cargo. La desdicha de estas mujeres es contemplada impasiblemente por un Bukele que recibe a las mises con alfombra roja en Casa Presidencial.
La multitud extasiada solo tuvo ojos para las mises, un negocio que vende fantasía y frivolidad. Sus expresiones de simpatía no consiguieron disimular la afectación y el acartonamiento. Las trajeron o vinieron para representar, para sonreír siempre, aun ante la insolencia y el acoso, y para expresarse amablemente del anfitrión, en lo que se excedieron al apoyar su reelección. La representación no era desinteresada, sino negocio. La propietaria del concurso necesita mucho dinero para saldar deudas gigantescas. Las marcas utilizan el espectáculo como vitrina para promocionar sus productos. Y Bukele reforzó su marca personal, consolidó su prestigio de gobernante implacable de la seguridad y se dio un baño de popularidad en el exclusivo ambiente de la gala final.
Las ganancias provienen de la explotación de la mujer. La estudiada exhibición del cuerpo femenino la cosifica y la ofrece como producto de consumo. Basta una mirada rápida a la prensa cómplice para comprobarlo. Sus plumas encontraron unas mujeres divinas, esbeltas, elegantes, de porte increíble, bellezas de talla mundial, figuras espectaculares y deslumbrantes, piernas de infarto, look refrescantes y sofisticados, trajes fulgurantes de colores llamativos y galácticos, vestidos de noche llenos de “piedras preciosas”. La ramplonería es pasmosa por falta de ingenio literario y porque el espectáculo mismo es ordinario.
Las mises no eran para el pueblo, sino para quienes pudieron pagar el prohibitivo precio de las entradas. Tampoco el local, muy bien acondicionado con “butacas de lujo”, “súper lindo”, según la embajadora en Washington. Al pueblo le reservaron unas cuantas plazas con pantallas gigantes. Bukele, que no podía perderse la coronación, no se dirigió a la audiencia en el idioma nacional. El país que “renace” bajo su dirección reniega de sus mayorías. Se avergüenza de ellas y las esconde.
Tuvo tiempo para recibir a las mises en Casa Presidencial y para posar con ellas, pero no lo tiene para atender a las mujeres que, desesperadas ante la indiferencia de sus funcionarios, acuden a él pidiendo protección. La mujer trabajadora, sufrida y violada no pertenece al país de Bukele. En cambio, a las mises les agradeció en dos ocasiones el formar parte de su “renacer” y les encargó difundir como “buena noticia” que este es el sitio ideal para “luchar por sus sueños sin importar cuán grandes sean”, que los aguarda con “verdadera paz y seguridad” y los recibe con “un cálido abrazo”. Nada de esto se aplica a las vendedoras informales expulsadas de sus puestos, ni a la ambulante que empuja un carrito con mercancía, ni a la que se prostituye para alimentar a sus hijos.
Bukele se prodigó generosamente con las mises, pero se niega a las mujeres salvadoreñas desamparadas y desoladas, que reclaman derecho y justicia. Su país fue “centro de atención mundial”, aunque no tanta como hubiera querido. Fueron tres semanas escasas que lo dejaron igual. Apagadas las luces del escenario e idas las mises, la dura realidad nacional sigue ahí.