Rodolfo Cardenal
Washington no resolverá la crisis nacional como algunos parecen desear, tal vez presa de la impotencia y la impaciencia. El subsecretario de Estado para asuntos del hemisferio occidental lo ha dejado claro. Al menos de momento, porque la política estadounidense es muy variable. En su reciente visita, el funcionario se desentendió de las implicaciones constitucionales y políticas de la reelección del presidente y su vicepresidente. No hace mucho, Washington defendió el orden constitucional, incluso sancionó a algunos altos funcionarios de Bukele por violentarlo. Ahora se desentiende de la reelección y deja toda la responsabilidad en un diálogo interno imposible. En la práctica, Washington prescinde de las elecciones libres y limpias, y de los derechos ciudadanos y humanos. La salida es olímpica, pero típica de la política estadounidense.
Esta siempre ha subordinado el bien nacional a su política doméstica e imperialista. Washington usó al país como campo de batalla para detener la presunta expansión comunista, un tópico prioritario de su agenda interna de ese entonces. Invirtió miles de millones de dólares en una aventura militar, donde el sufrimiento, los muertos y la devastación la pusieron mayoritariamente los salvadoreños pobres. Cuando perdió el interés en los comunistas, abandonó el país al capitalismo neoliberal, impuesto con la colaboración de sus socios locales. La solución estadounidense hizo a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. La brecha cada vez más amplia entre los ganadores y los perdedores trajo el crimen organizado, incluidas las pandillas, y el populismo autoritario.
Las “décadas de colaboración” con el país de las que habla la diplomacia estadounidense han sido más bien épocas de imposición, de indiferencia y de abandono. La nueva actitud de Washington confirma la relegación del país a “patio trasero”. La Casa Blanca tiene entre manos más de lo que puede administrar. Una guerra de final impredecible entre Ucrania y Rusia, y otra de consecuencias imprevisibles entre Gaza e Israel. La expansión militar, comercial y tecnológica de China, más la emergencia de un mundo multipolar cada vez más complejo. En esta coyuntura, la prioridad de Washington es conservar el traspatio centroamericano sin sobresaltos, a cualquier costo, incluida la convivencia en buenos términos con regímenes autoritarios, dictatoriales y represivos.
La apurada situación de Washington favorece a Bukele. Aquella engavetó sus críticas y se muestra complaciente. Su embajador no solo encuentra normal la reelección, sino que, temerariamente, la equipara con “elecciones libres, calmadas”. Sin embargo, el entusiasmo de Washington no es tanto como para invitar a Bukele a la Casa Blanca, donde Biden expuso a otros mandatarios latinoamericanos su interés en un crecimiento económico que contenga la emigración al norte. De todas maneras, Bukele bajó el tono de sus recriminaciones por la injerencia de Washington en sus asuntos y por su doble moral. No porque la condene, sino porque no tolera la crítica.
Ninguno de los dos se rige por la ética política. Los dos son extremadamente pragmáticos y usan el terror para imponer su voluntad. El pragmatismo los hace igualmente contradictorios, incoherentes y, por tanto, no confiables. Washington alimentó el terror al comunismo para imponer su agenda imperialista; Bukele agita el miedo a un posible regreso de los pandilleros para reelegirse.
Aun cuando Washington tuviera una solución para la crisis nacional, habría que tomarla con desconfianza. El subsecretario de Estado prometió promover la inversión estadounidense, pero obvió que sin seguridad jurídica, aquella no aumentará y sin ella, el crecimiento económico seguirá languideciendo, mientras el flujo migratorio se mantiene inalterado. La miopía de la Casa Blanca debilita su posición en la política doméstica, que debate apasionadamente la reducción drástica de la emigración desde el sur. La violencia social no es la única causa del desplazamiento de la población. Antes fue la violencia de las pandillas, ahora es la represión de la dictadura y el avance incontenible de la miseria.
El embajador estadounidense, por su lado, aplaudió el contrato de Bukele con uno de los gigantes tecnológicos como un primer gran avance hacia una mayor inversión. Pero olvidó que aquel se comprometió a entregarle 500 millones de dólares en siete años. Dicho de otra manera, Bukele se comprometió a pagar a una multinacional para que opere en el país, así como también pagó varios millones para que mujeres extranjeras posen en los escenarios cuidadosamente decorados por el oficialismo. Entre los bastidores ha ocultado a los pobres, amenazándolos con el régimen de excepción. La pobreza de la inmensa mayoría de la población es un insulto para el glamour artificioso de El Salvador de Bukele y sus mises.