La seguridad ciudadana no llega hasta los escenarios deportivos, aun cuando hay riesgos dada la masividad del aforo y el entusiasmo, no pocas veces desbordado, de los fanáticos. La tragedia del fin de semana pasado es producto de una mezcla de falta de prevención e incapacidad, o desidia, para gestionar aglomeraciones. El respeto a los fanáticos y a la vida humana debiera ser prioridad para los organizadores de eventos como los deportivos. Desde hace tiempo existen indicios de la operación de mafias en el mundo del futbol, las cuales han proliferado a ciencia y paciencia de las autoridades de siempre. El futbol no es la excepción; la presencia de las mafias se atisba en los ámbitos importantes de la vida social.
Prontamente, Bukele amenazó con “una investigación exhaustiva” de los equipos, los directivos, el estadio, la boletería, la liga, la federación y un largo etcétera. A primera vista, la intervención es prometedora, pero al recurrir a la fórmula de los de siempre, augura el resultado de siempre. Es un tópico nacional prometer investigaciones exhaustivas, que se agotan en el afán de la exhaustividad. Tal vez ahora sea diferente. Ciertamente, Bukele tiene una gran oportunidad para investigar las causas de la estampida, para identificar a los responsables, “sean quienes sean”, y presentarlos ante la justicia, y para aprender de la experiencia cómo prevenir estas tragedias. Pero el tono destemplado de la promesa es inquietante. Tiene mucho de exabrupto propagandístico y poco de compromiso con las víctimas y sus familias.
Está repetidamente comprobado que lo suyo no es la investigación, la transparencia y la rendición de cuentas. Los policías y los fiscales no indagan para identificar a los criminales, sus motivaciones y los detalles del crimen, sino que cumplen órdenes superiores. La mayoría de los jueces permite el fraude procesal para contentar a sus superiores. Salen del paso endosando crímenes a inocentes, a quienes exhiben como culpables, sin presunción de inocencia ni defensa; y las sentencias son ratificadas por las redes digitales. Sería muy raro que esclarecieran los hechos que provocaron la estampida. Tal como es habitual, acusarán a los menos responsables o a inocentes. De hecho, las primeras sanciones han caído sobre los aficionados y los jugadores.
La verdad no es el fuerte de Bukele, sino el cerco militar y la batida. Se impone, pues, tender uno alrededor del escenario de la tragedia. Ahí hicieron su aparición el ministro almirante y su séquito, armados con fusiles de asalto. También hubo soldados entrenados para mantener el orden público. Pero estos no distinguieron entre la protesta violenta y la estampida. A esta le dieron el mismo tratamiento gaseoso que suelen dar a la otra. Aunque popular, la militarización no resuelve los desafíos sociales.
Los miles de soldados y policías desplegados en Nueva Concepción tampoco identificarán al autor del asesinato del agente. No han sido enviados a investigar su identidad y sus motivos, sino a reprimir y, de paso, exhibir los “juguetitos” que Bukele les ha regalado. Por tanto, no tienen pruebas contra las decenas de capturados. Es imposible que las hayan reunido en tan poco tiempo. Si los agentes de Bukele se hubieran acercado a las comunidades, habrían escuchado versiones que hablan de un ajuste de cuentas entre policías pandilleros. La bala asesina fue disparada por una de las pistolas que el mismo Bukele entregó a la PNC, se dice. El autor del asesinato, según los lugareños, es un pandillero policía y el motivo, un ajuste de cuentas. Así, pues, la víctima, elevada a héroe por el arrebato de Bukele, sería otro pandillero.
Si desconoce estos datos, alguien lo ha mal informado y le oculta la existencia de pandillas en la policía. Al parecer, el encubrimiento opera también en las interioridades del régimen. La investigación policial y fiscal, y la supervisión independiente de ambas instituciones le habrían ahorrado las diatribas y las maldiciones coléricas, impropias de un estadista. También podrían evitar la impunidad de un asesinato cometido en las filas policiales y habrían librado a las comunidades de las vejaciones del régimen de excepción. Si estaba al tanto de lo ocurrido, el cerco militar en Nueva Concepción no persigue pandilleros, sino popularidad a costa de unas comunidades que merecen cuidado y no represión.
El cerco militar y la batida no excusan la investigación rigurosa e independiente. Más aún, sin investigar, el control territorial es cuestionable, tal como lo evidencia el asesinato del policía, que desató la furia presidencial. Inútilmente, porque el enemigo también lo tiene dentro. Una prueba más de la corrupción que corroe las interioridades de su gestión.
El régimen de los Bukele ha demostrado gran capacidad para reprimir, pero no para prevenir estampidas, ni catástrofes medioambientales, ni el rodamiento de vehículos pesados en condiciones inaceptables, ni la circulación anárquica del transporte colectivo. El régimen se conforma con recoger cadáveres, lamentar y prometer investigaciones y medidas que no se concretizan.