Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
Posiciones opuestas insalvables impedirían que Arena y el FMLN se sentaran a negociar la solución de los problemas estructurales del país. Sin embargo, el procedimiento utilizado para expulsar del FMLN al alcalde de San Salvador confirma que esa oposición no es tan extrema como las dirigencias de los partidos imaginan. Tienen más coincidencias de las que están dispuestos a reconocer. Acentúan las contradicciones porque la identidad partidaria de cada uno depende de esas presuntas diferencias que los separan y enfrentan. Dejando a un lado la personalidad del alcalde (muy discutida, por cierto), el partido lo ha repudiado porque no tolera la disidencia. El sometimiento de la militancia a las directrices de la cúpula debe ser total. En Arena ocurre lo mismo, tal como lo puso de manifiesto las crisis provocada no hace mucho por dos diputados contestatarios. El FMLN es tan verticalista y autoritario como Arena. Uno en nombre del pueblo y el otro, de la democracia.
Los jóvenes de las generaciones ajenas a la guerra civil y a la mentalidad y las prácticas inveteradas de los dos partidos resultan repugnantes para liderazgos envejecidos en edad, ideas y horizonte. Ninguno de los dos partidos ha soportado el cuestionamiento de esa manera de proceder ni los llamados a la apertura ideológica y a nuevas prácticas. Ninguno de los dos sabe manejar las diferencias internas. Al rechazar el aporte de las nuevas generaciones, cierran la posibilidad de renovación. Mientras no se rompa con esa tendencia, partidos y dirigentes se aviejan juntos, hasta que aparezca una alternativa alimentada por el descontento con esa manera de hacer política.
Aparentemente, esa es la opción de los precandidatos presidenciales de Arena. Los dos cultivan a sectores alejados de la política partidaria tradicional, que luchan por sobrevivir dentro del capitalismo neoliberal. Los dos buscan seducir el voto que puede decidir la elección. Lo invitan a participar y a la unidad, a exigir corrección a los políticos y prometen nuevas formas de gobernar. Pero sin especificar en torno a qué deben aglutinarse ni qué es lo correcto. Curiosamente, esos llamados no incluyen a la dirigencia de Arena. Tal vez porque ambos creen que promueve la participación, actúa correctamente y su política es la adecuada. Si así fuera, la novedad desaparece. En cualquier caso, sorprende que aún no hayan sido reconvenidos por el partido. Las interpelaciones y las promesas dirigidas a la clase media adquirirán verosimilitud cuando superen una confrontación con un liderazgo que piensa y actúa de manera totalmente contraria al discurso de los precandidatos.
En economía, los dos partidos son neoliberales, solo se diferencian en el sector beneficiado. El FMLN otorga ventajas a las empresas vinculadas al partido; Arena, a unos cuantos capitales ya muy grandes. En seguridad, los dos están por la represión, una política introducida y endurecida por los Gobiernos de Arena y aún no cuestionada por sus líderes. En materia impositiva, los dos favorecen el impuesto indirecto, que afecta inmediatamente a los ingresos más bajos; ninguno tiene interés en erradicar la evasión y la elusión, ni en una reforma fiscal progresiva. En materia electoral, los dos se resisten a revelar quiénes los financian, para no descubrir sus alianzas. En las elecciones de segundo grado, los dos están por las cuotas para disponer de parcelas de poder en la institucionalidad estatal. En el ámbito legislativo, los dos deciden por mayoría numérica, despreciando las minorías, aun cuando su opinión sea relevante. A los dos les molesta en extremo la interferencia legítima de las instancias institucionales colocadas para contener el inmenso poder presidencial.
El FMLN y Arena exaltan la apertura y la capacidad para negociar y comprometerse de dos de sus militantes más destacados, recientemente fallecidos. Y todavía más interesante, cada uno reconoce esas cualidades en el adversario fallecido. Pero como ninguno de los dos partidos sigue su ejemplo, son exaltaciones cargadas de una emotividad que se agota en sí misma. Las virtudes admiradas y alabadas no encuentran continuidad en los liderazgos y militantes sobrevivientes. Son rememoraciones muertas, justamente cuando la crisis nacional y la intolerancia demandan flexibilidad, negociación y compromiso. La mejor manera de honrar esas memorias es dar continuidad a lo que tanto admiran —no sin razón— en sus muertos.
En consecuencia, debieran sentarse a negociar sin más dilaciones, porque la crisis no puede esperar y el sufrimiento de la mayoría que la soporta es cada día mayor. En la agenda debiera figurar como prioridad aquello que hace desesperante la vida de la gente, esa a la que dicen servir y proteger, la que no desean que emigre del país o se entregue a las pandillas y al crimen organizado.