Rodolfo Cardenal
Las columnas sobre las que descansa la dictadura no son confiables. En un comienzo, su solidez era incuestionable, pero el tiempo ha producido fracturas que amenazan su estabilidad. El poder de atracción del “dictador más cool del mundo mundial” parecía irresistible. Un nuevo creador que haría totalmente nuevo el país. La entrega rápida y masiva parecía confirmar que el invento funcionaba. Sin embargo, el descontento y la frustración de los puntales descartados han comenzado a abrir fisuras en el edificio presidencial.
Otro de sus pilares primarios, la exclusiva relación con el Ejército, también parece debilitarse. La lealtad de los altos mandos ha sido comprada con la adquisición de armamento y equipo caro e innecesario. Ninguna de las dos guerras presidenciales en curso los necesita, pero sus guerreros disfrutan en grande con juguetes nuevos. La incondicionalidad militar, como la de los otros funcionarios, ha sido comprada. No responde a principios ni a un proyecto. Tampoco conoce la ética. Si aparece un donante más generoso con mayor disponibilidad de fondos, tenderán a abandonar al patrocinador actual. La crisis financiera, menos conocida por el secreto que la esconde, es otro puntal que se tambalea. Prueba de ello es la “generosa” oferta de la banca nacional de ampliar los plazos de la deuda de corto plazo.
Una de las grandes debilidades de la dictadura, además de la falta de dinero, es su dependencia de voluntades a la venta. Los peones obedecen a pie juntillas, defienden lo indefendible, legislan desde la ignorancia, adulan sin escrúpulos y mienten descaradamente por un cargo público, que les da acceso a una parcela de poder con posibilidades indecibles para obtener dinero fácil. Así complementan un salario de por sí alto. Ambos, el dinero sucio y el salario provienen de los impuestos de la ciudadanía. Su bienestar es secundario. Lo primero es lo primero, es decir, yo. Los demás sálvense como puedan. Por eso, la exclusión de las listas electorales extingue la devoción y la fidelidad. Sin retribución no hay seguimiento.
Los descartados, incluso los castigados, representan una amenaza potencial para la paz dictatorial. Sin empleo o con uno mal pagado, con un nivel de vida disminuido y despojado del aura asociada al círculo de poder, en cualquier momento pueden armarse de valor y relatar lo que han visto y vivido en el interior del régimen. De hecho, algunos de sus valedores connotados de la primera hora ahora dicen exactamente lo contrario. En cierto sentido es comprensible. Las discrepancias no son ideológicas, políticas o éticas, sino oportunismo humillado, que busca revancha. Cuando el poder no retribuye, los peones se revuelven contra él. El segundo mandato no tendrá la aceptación del primero ni la misma solidez.
La inseguridad anuncia nuevas purgas y castigos. El dictador ya advirtió a los inquietos y los descontentos: “Las líneas de investigación son muchas y complejas, sería contraproducente dar demasiada información al inicio”. La mano dura caerá sorpresivamente sobre ellos, como ladrón nocturno, sin apelación ni defensa. La incondicionalidad ha dejado paso al descontento entre los excluidos. Las luchas internas de poder, la ineficiencia administrativa, que comienza obras con conclusión pospuesta indefinidamente, y el caos organizativo empujan a apoyarse cada vez más en la represión, una solución no confiable. El terror es temporalmente paralizante, hasta que los represaliados pierden el miedo y se ponen en movimiento.
El poder de atracción y de convicción no es absoluto. No puede ser de otra manera. El Chief Executive Officer del nuevo país no es divino y, en consecuencia, la entrega tampoco puede ser total. En el mejor de los casos, es similar a la de las divinidades grecorromanas, cuyos devotos les daban culto y les ofrecían sacrificios a cambio de protección y favores. La relación era estrictamente comercial. Un dando y dando, con mucho de chantaje. Si la respuesta divina no llegaba o era insatisfactoria, los devotos abandonaban a la divinidad y salían en busca de otra más prometedora. El culto al dictador es muy similar. La entrega es total, mientras hay retribución.
Inevitablemente, el ejercicio del poder desgasta y si desgobierna, el daño es mayor. El deterioro no corroe solo los estamentos superiores de la estructura dictatorial. Los indicios de podredumbre en sus estratos inferiores son cada vez más. Los policías, “los jueces de la calle” y los de despacho, extorsionan y tiranizan a la población, igual que los pandilleros a los que persiguen. No se conforman con ser simples instrumentos represivos. También desean participar de la rapiña de sus jefes. La supresión de la institucionalidad concentra el poder en el dictador, pero también fomenta el descontrol y la criminalidad en todos los niveles. El edificio dictatorial de los Bukele, tan cuidadosamente construido, muestra fracturas que presagian decadencia.