Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Inesperada y fugazmente, candidatos y partidos se refirieron a la cuestión fiscal, una de las grandes ausentes en la avalancha de promesas electorales. Uno prometió suprimir el impuesto adicional de las comunicaciones; otro repitió ese ofrecimiento y agregó que no elevará la carga tributaria. Algo incomprensible dado el volumen económico de sus promesas. Otro anunció que elevará en más de dos puntos los impuestos a los ingresos más altos.
Más allá de la puja de los candidatos para ofrecer más que los demás, la cuestión tiene una importancia vital, porque la viabilidad del alud de promesas, y del país mismo, depende directamente de la recaudación fiscal. Las promesas más importantes del discurso electoral ofrecen elevar sustancialmente el gasto social, pero la debilidad fiscal, debida a la baja tributación y a la alta evasión y elusión fiscal, pone en entredicho su cumplimiento. En la actualidad, el Estado emplea mucho más dinero en pagar una deuda que no cesa de aumentar, herencia de Arena, que en salud y educación. El aumento de la recaudación tributaria no es suficiente para la buena vida que los candidatos presidenciales prometen, sino que debe ir acompañado del incremento de los salarios reales para aumentar la productividad laboral. Los costos de la baja tributación del país son elevados, tal como lo indica el bajo nivel de desarrollo y sus consecuencias: inestabilidad económica, violencia social y baja productividad.
Los candidatos presidenciales no se equivocan al prometer elevar el gasto social. Pero no deben pasar por alto que también es indispensable elevar la tributación, no reducirla. Esto es necesario, y urgente, porque la antigua oligarquía y los capitalistas de cuño neoliberal se han apropiado del privilegio de evadir impuestos, de resistir su aumento y, en general, de servirse del Estado para aumentar su tasa de acumulación. La defensa de este abuso de larga data es tarea de las organizaciones de la empresa privada y, en particular, de Arena, su partido político. El control total de los tres poderes del Estado facilita la continuidad de esos privilegios. Los estratos medios también son contrarios a la elevación de la carga tributaria, probablemente porque piensan que un día no lejano ingresarán en ese exclusivo club, gracias a la igualdad de oportunidades y la movilidad social. Pero esta es una ilusión vana, porque los índices de oportunidad son todavía muy bajos y se elevan muy lentamente.
Todas las promesas electorales son, en el mejor de los casos, dudosas, y en el peor, inviables. Sin modificar el modelo capitalista neoliberal impuesto por Arena y sin aumentar significativamente la tributación y el salario real, las promesas no son más que fantasías. El resultado principal de la liberalización ha sido el desempleo. Un resultado tan inesperado como paradójico porque su objetivo era aumentar la productividad para competir en un mundo globalizado. La misma liberalización ha imposibilitado alcanzar esa meta. Existe evidencia de que la reducción de las tarifas a las importaciones ha aumentado el autoempleo y, en consecuencia, ha mermado el crecimiento de la productividad y aumentado el déficit de la cuenta comercial. Por tanto, es imposible aumentar el empleo en las cantidades prometidas sin corregir esa contradicción.
El capital siempre se ha opuesto al aumento de los impuestos y del salario real con el argumento de que restan competitividad y eficiencia, dos condiciones exigidas por la globalización. Pero ese argumento carece de fundamento teórico. Así, pues, no es más que una argucia del gran capital para preservar sus privilegios. Desde su posición de poder, dicta una política económica tan maravillosa como irreal, pero muy útil para aumentar la rentabilidad de sus inversiones y su tasa de acumulación.
La violencia social es una consecuencia de este modelo económico. Por eso, si antes no se corrigen los perversos excesos neoliberales, no habrá seguridad ciudadana y, sin ella, ni desarrollo económico, ni empleo, ni bienestar social. El modelo neoliberal actual debe ser reemplazado por otro que responda a las necesidades y aspiraciones de la mayoría de la población, sobre todo de la más vulnerable. A juzgar por el discurso, los candidatos piensan que podrán crear bienestar sin alterar el neoliberalismo imperante.
No hay indicios que muestren que los candidatos están dispuestos a resistir el asalto de los grandes capitales, que, como es usual, alegarán la eficiencia, los mercados, la flexibilización de las privatizaciones y la competitividad. Sería insólito que el de la alianza por el nuevo país se enfrentara con sus colegas capitalistas. Para eso hace falta mucha audacia y mucha fuerza política. Y sobre todo, estar convencido de que se debe al pueblo salvadoreño pobre y no a la empresa y al capital. Las promesas más importantes no solo son inviables por falta de financiamiento, sino también por ser contrarias a los intereses de los capitalistas.