Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Las críticas de la UCA a la política de seguridad desataron las furias de las redes sociales. La descalificación, el insulto e incluso la amenaza estuvieron a la orden del día, como en las décadas de 1970 y 1980. En ese entonces, la agresión provino de las organizaciones fantasmas de la oligarquía (los famosos “frentes”) y de la dictadura militar. Esos ataques desembocaron en el asalto armado al campus universitario y en el asesinato de seis jesuitas y dos mujeres. Los frentes oligárquicos y los militares se lanzaron contra la UCA en nombre de la patria y la democracia, y en contra de la subversión y del comunismo. Simples pretextos para defender el orden oligárquico, que negó a la mayor parte de la población el acceso a la riqueza nacional. Entonces, la emigración comenzó a cobrar fuerza. Los agresores de hoy atacan a la UCA porque solo es verdad lo que ellos quieren que sea verdad. Otra forma de expresar el mismo pretexto.
La ferocidad de las redes revela que la UCA ha dicho algo muy importante para la seguridad ciudadana, los derechos humanos y el bienestar general. De lo contrario, no se habría merecido una atención tan desaforada. Si las críticas de la UCA son tan disparatadas, ¿por qué contrarían tanto como para soltar semejante andanada de insultos y amenazas? Si sus argumentos tienen más peso que los de la UCA, ¿por qué no los aducen? ¿No será más bien que las críticas de la UCA tienen mucho de acierto, lo cual pone en aprietos a un Gobierno endiosado, que solo admite el conmigo o contra mí? Más que intimidar, la irracionalidad e incivilidad de la reacción pone de manifiesto la inseguridad y la frustración de un mito en construcción.
Casa Presidencial, como es natural, ha salido en defensa del presidente, pero lo hace de manera contradictoria y confusa. La cuestión no es haber convertido la seguridad en prioridad gubernamental, tampoco “el incansable liderazgo” del presidente, ni su “actitud férrea” contra el crimen, sino el discutible modo de combatirlo con militarización y más violencia. Precisamente por eso, no se trata de no valorar la trascendencia (no “trascendentalidad”, que no es español) de las medidas adoptadas, sino lo contrario. Su enorme trascendencia para el futuro es lo que mueve a discutir y contradecir.
Esto es lo que saca de quicio a Casa Presidencial y sus redes sociales. Les irrita sobremanera que lo que aquella llama “minoría… de pureza intelectual” cuestione las políticas del líder. Pero contradictoriamente reconoce su “incuestionable argumentación teórica”. En consecuencia, “ir a contracorriente” tiene razón de ser y no significa “darle la espalda a un país sufrido”. Casa Presidencial se contradice también cuando acusa a esa minoría que desprecia de poner “paños tibios”, en referencia al trato dado por el Gobierno a los pandilleros detenidos. Olvida convenientemente que la alcaldía de Bukele ya entibió esos mismos paños cuando negoció con las pandillas el ingreso en sus territorios. La retórica oficial desvaría aún más cuando acusa a esa minoría de ser “amiga del cuestionamiento legalista” y de “proferir gritos edulcorados con una visión sesgada de los derechos humanos”. Más allá del enigma encerrado en estas licencias de la retórica política, cabe recordar que lo mismo dijeron los Gobiernos de las manitas, de los democratacristianos, de los militares y de Arena. Pareciera, pues, que los astros pasados se vuelven a alinear.
Ciertamente, la dirección y la responsabilidad del poder ejecutivo, y de la seguridad, corresponden al presidente. Eso no está en cuestión, sino la forma cómo él ejerce el enorme poder que el régimen presidencialista atribuye al jefe de la rama ejecutiva. La debilidad de los contrapesos institucionales no solo legitima la disidencia, sino que la hace muy necesaria. La razón y la ética exigen recordar a Casa Presidencial que no puede confundir el fin con los medios y que entre el conmigo o contra mí hay grises ineludibles. Es la misma confusión de la dictadura militar y sus socios oligárquicos. Nadie en su sano juicio puede oponerse a “devolverle a la gente la capacidad de vivir en un país con tranquilidad”, pero sí a los medios privilegiados para recuperar el control territorial. El cuestionamiento no es “llenar de piedras un camino que poco a poco empieza a volverse más limpio”, sino advertir del grave peligro de prescindir de los valores humanos, jurídicos y éticos.
Asolar no es limpiar. Esa solución ya fue ensayada en varias ocasiones con el mismo resultado contraproducente. Martínez y la oligarquía pensaron que aniquilando a miles de campesinos, indígenas y mestizos preservaban el orden oligárquico. Ese régimen dio paso a la dictadura militar, que optó por negar los derechos ciudadanos y reprimir a quienes los reclamaban. Ante la persistencia y la extensión de la protesta social, resolvió otra vez exterminar a decenas de miles de maestros, campesinos, trabajadores, estudiantes y profesionales para salvaguardar intacto el sistema de la época. La guerra se agotó en sí misma y dejó una secuela de destrucción, muerte y sufrimiento. El neoliberalismo extinguió rápidamente las expectativas suscitadas por los acuerdos de 1992.
Indudable y comprensiblemente, la remozada mano dura del Gobierno de Bukele goza de gran aceptación social. Pero ese no es criterio suficiente. Desde hace ya muchos años, las encuestas de la UCA detectaron que, ante el desorden, la violencia y la ineficiencia de las elites políticas y económicas, la sociedad añoraba la dictadura, al estilo de Martínez.