Rodolfo Cardenal
El oficialismo se apresta satisfecho a consolidarse en el poder. No sin sarcasmo intenta justificarse alegando que esa es la voluntad popular. En teoría, así es. Bien mirado, esa voluntad pertenece a un pueblo despojado, más o menos conscientemente, de su independencia para pensar, juzgar y decidir. Prefiere que Bukele disponga de su destino. La postura es cómoda, pero muy arriesgada, porque este no vela por el bienestar de la generalidad, sino por el suyo y el de su familia.
La entrega de la libertad no es primariamente producto del miedo como se suele argumentar, sino del odio, inducido por los arquitectos del poder de la familia presidencial. El odio es una herramienta más eficaz que el miedo. Desde mediados del siglo pasado, el odio ha probado su eficacia en la población. En efecto, la experiencia ha demostrado que el miedo es pasajero, mientras que el odio perdura. Inculcar odio genera emociones intensas que desplazan la razón e instalan en la conciencia colectiva ideas duraderas, difíciles de desterrar. Además, el odio alimenta aversión y hostilidad en intensidad elevada. A veces se mezcla con otras emociones básicas como la tristeza y la cólera, que llevan al desprecio. El cultivo del odio saca a relucir las pasiones más primarias e irracionales de la gente.
La instilación del odio no es explícita ni excesiva para evitar la identificación fácil y el descarte del mensaje. Es más eficaz el goteo continuo de baja y mediana intensidad. De esa manera, el mensaje penetra y se instala en la conciencia colectiva con un alcance social muy amplio. El uso de etiquetas, en función de las características, los gustos y la ideología, incita a odiar de manera específica a determinados sectores sociales. La difusión del mensaje, a través de redes digitales, que hacen creer que procede de otros como “nosotros”, tiene una influencia social profunda.
La propagación del odio es acompañada por relatos sustentados en la desinformación. La estrategia del odio y del relato desinformativo provoca reacciones sociales que redundan en beneficio directo de su promotor o patrocinador. Así, este tiene en sus manos la voluntad popular y puede hacer con ella lo que le plazca. La estrategia es cada vez más común, desde Estados Unidos hasta Argentina, pasando por El Salvador, debido a su éxito para manipular y dirigir grupos y sociedades. La sociedad que se mueve por impulsos emotivos y por odio es manipulable y dirigible.
La identidad de los candidatos del oficialismo es irrelevante. Solo importa ratificar la selección de Bukele. El cambio al que dicen estar contribuyendo consiste en acatar sus órdenes. Así, pues, ellos también le han entregado su inteligencia, su voluntad y su sentir a cambio de un puesto lucrativo y poco exigente. El voto que pide el oficialismo es indiferenciado. De hecho, bastaría con votar por Bukele, en el entendido de que, simultáneamente, se suscriben todas sus candidaturas. Así lo ha comprendido un poco más del diez por ciento del voto de la diáspora, que solo votó por aquel.
El atractivo que ejerce este absurdo tiene explicación. Durante más de dos décadas, las masas experimentaron el desatino de los dos partidos de la guerra civil. En cambio, con la llegada de Bukele al poder, tienen la sensación de vivir para una causa. Aquellos no tienen credibilidad ni nada que ofrecer. Así lo confirman las encuestas. La estrategia presidencial los ha convertido exitosamente en “otros políticos”, dignos de ser odiados. Los candidatos del oficialismo también tienen la misma sensación de formar parte de un gran proyecto. Unos y otros están convencidos de que esa causa es suya, pero se engañan. Es la causa de Bukele y sus hermanos.
Las masas se les han entregado en cuerpo y alma a cambio de diversión. La sensación de formar parte de algo grande abarrota el centro de la capital de un público asombrado y entusiasta. La misma impresión desbordó los espacios públicos para participar en el paso fugaz de un jugador de futbol de un equipo estadounidense. La emoción desbocada derivó en una especie de intoxicación colectiva, que movilizó millones de dólares y enalteció a Bukele, el gran patrocinador. El evento deportivo se transformó así en un espectacular acto de propaganda electoral, intangible, pero no por eso menos eficaz.
Bukele acabó con la campaña electoral tradicional sin que los partidos de la oposición tomaran nota. No solo tiene asegurado un desempeño abrumador en las urnas, sino también la gratitud y la admiración de las masas. Solo falta recoger la abundante cosecha del odio. Pero las víctimas y los cadáveres sobre los que descansa no pueden ser aceptadas como inevitables y como condición indispensable de la reinvención que dice estar llevando a cabo.