Rodolfo Cardenal, Director Centro Monseñor Romero
La corrupción no es solo un delito o un vicio aislado, sino una cultura; es decir, una manera de enfrentar la vida. En la medida en que esta evoluciona, también la corrupción. Al imponerse como un medio de vida socialmente aceptado, el aprovechamiento de cualquier oportunidad para hacer dinero o traficar influencias es una práctica normal. El acto corrupto no escandaliza ni indigna. Mientras algunos admiran la temeridad de los más atrevidos, otros la envidian. La corrupción es un modo de vida porque los aplicadores de la legislación la observan con indiferencia y porque la ética es irrelevante. La audacia del corrupto cuenta con la impunidad. La denuncia y la persecución judicial tienen pocas posibilidades, porque los cómplices son innumerables. Si los jefes son corruptos, ¿qué les impide a los subordinados participar en la corrupción en la medida de sus posibilidades? Esto explica el espeso silencio que durante décadas ha encubierto la corrupción de los militares, los políticos y la empresa privada.
Hasta ahora, la persecución judicial ha tenido muy poco impacto en la cultura de la corrupción. Nadie ha pedido cuentas a los responsables mediatos e inmediatos del finiquito que la Corte de Cuentas entregó al expresidente Funes. La atención fiscal y mediática se concentra en este último y se olvida de aquellos otros, que son igualmente responsables, porque su tarea es impedir la malversación de los fondos públicos. Si estos funcionarios fueran perseguidos con el mismo tesón, la corrupción gozaría cada vez de menos espacio. Pero no es el caso. Algunos de esos funcionarios son recompensados. Uno de los candidatos favoritos de todos los partidos políticos para magistrado de la Sala de lo Constitucional es un alto funcionario que hasta hace poco ha obstaculizado las investigaciones sobre enriquecimiento ilícito de varios de los actuales diputados y de otras conocidas figuras.
La ausencia de principios éticos mínimos en la vida social y política contribuye eficazmente a consolidar la cultura de la corrupción. El pragmatismo malsano ha ignorado la ética y ha perdido la vergüenza. Ni siquiera los más piadosos se pueden librar de la corrupción. Muy convenientemente han divorciado su fe de su vida. El adagio popular lo expresa con claridad cuando afirma que donde todos roban, abstenerse es una estupidez. No caer en la corrupción es ir contracorriente, una actitud muy difícil, porque el predominio de aquella es avasallador y la promesa de una vida fácil es irresistible. De ahí que la sabiduría popular advierta que en arca abierta, hasta el santo peca.
La directiva de la legislatura, a pesar de sus promesas de decencia, otorgó permiso con goce de sueldo al diputado de Arena que viajó a Rusia. El alto dirigente de ese partido solicitó el permiso en esas condiciones y en esas condiciones se lo concedieron, porque eso es lo acostumbrado. Si no hubiera sido descubierto, hubiera devengado el sueldo completo. El nuevo hospital de maternidad se inunda periódicamente, causando graves daños y pérdidas, pero nadie pide cuentas a los funcionarios que otorgaron la licitación ni a la empresa constructora que la ganó. Los proveedores de servicios saben que los contratos, grandes y pequeños, dependen de la entrega de dinero o de bienes al funcionario responsable. Las licitaciones se ganan ofreciendo dinero o accediendo a entregarlo. Todos los saben, todos callan y nadie indaga. La licitación arreglada es contraria al principio de la libertad de mercado, predicado ardientemente por la empresa privada.
Los diputados no hicieron preguntas incómodas a los candidatos a magistrados de la Corte Suprema de Justicia. La información falsa sobre los grados académicos, proporcionada por los mismos candidatos, les pareció poca cosa. Eso es lo normal, así como también es normal que, después varios escrutinios, los favoritos no sean los más idóneos. En definitiva, la decisión es simplemente una cuestión de política partidaria. No sorprende, entonces, que los magistrados aduzcan absurdeces para impedir el procesamiento judicial de destacados funcionarios y políticos por enriquecimiento ilícito. En esa misma línea, los policías protestan contra un fallo judicial que, a su juicio, envía un mensaje equivocado a las pandillas, porque condena a varios colegas por asesinato extrajudicial. No es extraño, entonces, que el máximo responsable de la transparencia, tema muy de moda, afirme que la corrupción es cuestión de percepción. Donde uno encuentra corrupción, el otro encuentra una oportunidad.
Siempre habrá que contar con la corrupción y los corruptos, porque la naturaleza humana, en su constitutiva fragilidad, tiende inexorablemente a ella. Por tanto, el desafío consiste en perseguir y sancionar a los corruptos. La sociedad dispone de medios eficaces para ello, siempre que exista voluntad social, política y judicial. La corrupción cedería si las diversas instancias estatales no le dieran tregua, en lugar de observarla indolentemente. La prensa en sus múltiples formatos también es fundamental, pero su eficacia depende de que pierda el temor al poder y a perder publicidad. El repudio social que aísla o extraña al corrupto es otra fuerza eficaz. La religión, en sus diversas confesiones, puede contribuir a erradicar la cultura de la corrupción si insiste en que no se puede separar la fe de la vida y de que la corrupción es pecado grave.
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