Rodolfo Cardenal, Director del Centro Monseñor Romero
En el afán por negar su intención de privatizar el agua, Arena ha sacado del cajón de antigüedades una acusación muy común en la década anterior a la guerra civil. Al parecer, el partido y sus socios no tienen mejor argumento que acusar a la Iglesia católica y a la UCA de fomentar la lucha y el odio de clases. Sus repetidos desmentidos de que no está por la privatización del agua no tienen credibilidad, y su desmesurada reacción indica que hay razones suficientes para dudar de la veracidad de esa negación. Descalificar una propuesta racional con la acusación de promover la lucha y el odio de clases evidencia la decadencia ideológica de Arena, a tal punto que su candidato presidencial ha terciado en la polémica para expresar una opinión contraria al partido. El agua debe ser administrada únicamente por el Estado y, por tanto, la empresa privada debe permanecer fuera.
Conviene, pues, repetir lo que ya se dijo entonces. Las clases existen, le guste o no le guste a Arena y a la gran empresa agremiada. Las estadísticas así lo muestran y la vida cotidiana lo confirma. Las clases bajas luchan, o se esfuerzan —para no ofender la susceptibilidad de Arena y sus socios—, por cruzar al menos la línea de la pobreza, y las clases medias se empeñan por ascender y entrar en el círculo privilegiado de la clase alta, la que acapara el ingreso nacional. Mientras tanto, esta última resiste esas presiones y lucha para mantener al resto en su sitio, porque el ascenso de los demás reduce el ritmo de su acumulación de capital. Las clases altas no son amigas de compartir; reparten migajas disimuladas como responsabilidad social empresarial para proyectar una imagen amigable. En último término, por eso se oponen a elevar el salario mínimo y no invierten para mejoran las condiciones laborales. La privatización del agua les interesa por que se ofrece como una oportunidad para revalorizar aún más su capital.
Miles de personas de las clases bajas y medias huyen del país, cansadas de luchar sin avanzar o desencantadas con el futuro que las aguarda, aun cuando se hayan esforzado por adquirir una buena educación. El discurso de los emprendedores no las convence. La formación, el ingenio y el esfuerzo se encuentran pronto con una estructura que obstaculiza el crecimiento y la movilidad económica y social. Solo unos pocos afortunados alcanzan su meta, y ello, en gran medida, por mera casualidad. Un sector significativo de la juventud se ha organizado en pandillas y se ha armado para superar violenta y brutalmente esa estructura de exclusión y desigualdad. Así, pues, no solo existen clases sociales, sino que luchan entre ellas, incluso con armas de fuego. Unas para subir y otras para impedirlo. En la medida en que la lucha se encona, surge el odio.
Arena y las clases altas a las que representa quisieran que cada clase permaneciera en su sitio, conformándose con la suerte que le ha tocado, y que la Iglesia católica predicara, como antaño, la resignación, la paciencia y la recompensa eterna por los sufrimientos de esta vida. Esas clases piensan que negar la estructura y lucha de clases la vuelve inexistente. Algunos de los que denigran a la Iglesia porque defiende un bien público como el agua se confiesan católicos, quizás incluso son practicantes devotos, defienden la vida no nacida y se enorgullecen de la santidad de monseñor Romero. Pero la vida humana y natural les tiene sin cuidado, y la santidad del arzobispo mártir no es más que un motivo para estimular su nacionalismo.
Arena y la ANEP se defienden al unísono invocando la Constitución, que declara el agua un bien público, pero han reservado dos sitios a la empresa privada en el ente rector. Otro argumento que aducen para justificar esa decisión es la eficiencia. La pésima administración actual del agua no se debe a la dirección estatal en sí misma, sino a la ineptitud de los funcionarios. Conviene recordar que la eficiencia no es monopolio de la empresa privada ni de Arena, tal como parecen implicar su retórica. El mismo argumento utilizaron cuando privatizaron la banca, las telecomunicaciones, las pensiones y la generación y distribución de energía eléctrica. Las bondades prometidas entonces todavía no se han materializado.
La absurda acusación lanzada contra la Iglesia católica refleja temor a la influencia de esta en la opinión pública. La movilización de la gente muestra, por otro lado, que aquella ha interpretado bien el sentir popular. Mientras que los que se arrogan su representación en ceremonias y discursos han demostrado que ocupan un escaño legislativo para promover los intereses de la empresa privada. Desenmascarados cuando menos se lo esperaban, han reaccionado violentamente contra la presencia de los universitarios en la legislatura y la han emprendido irracionalmente contra la Iglesia católica y la UCA. Y es que privatizar en contra de una opinión pública movilizada puede tener un costo electoral muy alto. La polémica ha sacado a la luz lo peor de Arena y la ambición desmedida de la ANEP. La falta de credibilidad de ambas es una advertencia que debieran tomar en serio.
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