Rodolfo Cardenal
El dictado está acompañado de un aura de infalibilidad. El dictador está convencido de ser infalible, y el reducido círculo de asesores y expertos en marketing que lo rodea ratifica constantemente esa convicción. El convencimiento está tan profundamente arraigado que ignora la realidad, porque se le presenta como una amenaza para su identidad más profunda. De ahí que se quede con la parte que se ajusta a su punto de vista e ignore, tergiverse o falsee la que lo cuestiona. A veces, no le queda más remedio que sacarse de la manga un distractor. Los funcionarios confiesan la misma creencia. De hecho, solo actúan por órdenes específicas del infalible. Hace poco, los comunicadores presidenciales impidieron que el funcionario a cargo de la integración social respondiera una pregunta sobre el impacto del régimen de excepción en su proyecto de ferias, espectáculos y entretenimientos populares.
El vacío creado por la ausencia de institucionalidad es llenado a medias por los dictados presidenciales. Las primorosas producciones audiovisuales de Casa Presidencial contribuyen a ello, al proyectar unos logros que, en el mejor de los casos, aún están en sus comienzos. Presentan “el hágase” presidencial como “hecho” y el “a sus órdenes, señor presidente” como “misión cumplida”. Sin embargo, los dictados presidenciales no abarcan la totalidad del Estado, demasiado complejo para su visión simplista y abstrusa de la realidad. La impotencia y la apatía se traducen en incompetencia y, en definitiva, en caos administrativo. La situación actual de las alcaldías redimensionadas o las innumerables obras de infraestructura empezadas y abandonadas sin acabar ilustran la torpeza presidencial.
El dictador necesita sentirse apreciado, admirado y amado. El 1 de junio se sumergirá en un mar de aclamaciones y elogios. No tanto porque la vida de las mayorías sea bastante mejor hasta el punto de reducir su emigración, sino por su capacidad para la escenografía, la cual hace las delicias de sus devotos. Él, a su vez, les corresponde con repetidas declaraciones de entrega y amor. Sus seguidores desean ansiosamente ser parte de esa transacción amorosa, porque tienen insatisfechas sus propias necesidades de reconocimiento y afirmación. Ansían pertenecer a algo o ser parte de algo grandioso, nunca antes visto. Por eso, no renuncian a su devoción, aun cuando saben que el personaje idolatrado no es perfecto. Le creen aun sabiendo que les miente, porque no están dispuestos a renunciar a su vínculo de dependencia y a flotar en el vacío. Por tanto, lo exoneran de toda responsabilidad. Bukele es incapaz de dañarlos. No dudan de su compromiso y su entrega.
Los malos son los soldados, los policías y los funcionarios que abusan a sus espaldas. Si estuviera al tanto de sus maldades, ya los habría sancionado severamente. A veces, incluso quienes tienen familiares detenidos en las cárceles tienden a disculparlo. Algunos se contentan con señalar a soldados y policías ingratos. Otros se conforman resignadamente con aceptar su suerte por un teórico bien superior. Y otros aguardan la justicia divina. La mutua dependencia de Bukele y sus seguidores constituye la fuerza política más poderosa del país, pese a que esa dependencia es muy desigual. Los incondicionales no se encuentran en el mismo nivel que el objeto de su adoración. Bukele está muy por encima y muy distante de ellos.
Tampoco es tan cool como aparenta. Las peticiones de auxilio, algunas desesperadas, chocan contra una especie de tótem, mudo, inexpresivo e impasible. Sus colaboradores más cercanos aseguran que si lo cuestionan, se irrita, monta en cólera y arremete impulsivamente contra los inconformes. Incluso en la intimidad es infalible. La voluntad presidencial no admite discusión alguna. Es un dictum para ser acatado y obedecido, so pena de atenerse a las consecuencias.
No obstante, la convicción de ser infalible no es suficiente. Si la opinión pública los rechaza o los desprecia, esos dictados presuntamente verdaderos flotan en el aire. La abstención en las dos elecciones recién pasadas puso de manifiesto el límite de la infalibilidad presidencial. La ausencia de una dirección lúcida no proporciona materia para la infalibilidad. No hay propuesta, sino reacción improvisada a las coyunturas, la cual no considera la disponibilidad de recursos, la capacidad de ejecución y las consecuencias del incumplimiento.
El dictador cuenta con la fidelidad de sus amantes y a estos, de momento, les basta con ser parte de sus delirios de grandeza, sin importar que se hundan en la precariedad. La entrega incondicional al proyecto presidencial ha trastornado el sentido común y la intuición popular, tan aguda para detectar las imposturas. Pero no todo está perdido. La creciente dificultad para sobrevivir y la generalización de los escándalos de la corrupción amenazan la credibilidad de la dictadura. La infalibilidad no da para tanto.