La misericordia


Hay quienes invocan la misericordia como subterfugio para justificar la impunidad. Pero esos tales tienen un concepto equivocado de la misericordia. La misericordia no es permisiva. Eso sería banalizarla. Y eso es, precisamente, lo que hacen los oficiales militares salvadoreños señalados por crímenes de lesa humanidad al reclamar el perdón cristiano. Quizás porque sospechan que la ley de amnistía que los protege puede desaparecer por una sentencia judicial. El perdón que reclaman es un perdón sin la verdad que aporta la justicia. Pero el perdón sin verdad no sana. Tampoco la amnistía reconcilia. Por eso, El Salvador aún tiene abiertas aquellas antiguas heridas que, en la actualidad, sangran literalmente.

La misericordia acerca el corazón a la miseria del otro, en este caso, a las decenas de miles de víctimas humilladas por incontables violaciones a su dignidad humana y derechos. Por lo tanto, no desconoce esta realidad, sino que se acerca a ella respetuoso y asombrado ante el horror causado por la maldad humana. Misericordia es poner el corazón en la miseria. Por eso, el misericordioso lo pone ahí donde esa miseria se ha materializado en extremos inenarrables. Así, los señalados por violaciones a los derechos humanos encontrarán misericordia cuando de manera avergonzada y arrepentida pongan su corazón en esa realidad execrable que ellos mismos han producido.

La misericordia es intrínsecamente dolorosa. El corazón sufre cuando se acerca a la miseria del otro y también cuando se acerca a la ruindad moral, porque el amor intenta triunfar sobre la indignación. Cuando el corazón se acerca a las víctimas se aflige y también lo hace cuando se aproxima a la perversidad del victimario. En ambos casos, se esfuerza para que el amor triunfe y así pueda abrirse el horizonte para la reconciliación de víctimas y victimarios. La reconciliación auténtica pasa por la verdad sobre las víctimas y por la superación de la vileza del victimario. El misericordioso sabe que la víctima vale más que esa miseria, que la mantiene encadenada en la humillación, el olvido y la injusticia. Asimismo, sabe que el victimario vale más que la miseria que lo mantiene en la oscuridad. Pero la misericordia es imposible cuando se niega empecinadamente la maldad causada por acciones intrínsecamente perversas. Más allá de eso, el misericordioso sabe que en este mundo histórica y socialmente pervertido, casi todo pecador es además una víctima. Y conoce suficientemente su propia miseria para comprender la del otro.

Ahora bien, los seres humanos no podemos ser auténticamente misericordiosos, porque no somos capaces de vivir simultáneamente el amor y la ira que provoca la indignación ante la víctima y la ruindad del victimario. Solo Dios es misericordioso. En Él, el amor triunfa sobre su ira. En eso consiste su dolor. Nosotros en cambio nos quedamos con que Dios es amor y eliminamos su ira, con lo cual nos hacemos un dios a la medida, una simple proyección de nuestros deseos infantiles. O bien nos quedamos solo con la ira y nos hacemos un dios del miedo, que desfigura toda religiosidad humana y que está presente en la actualidad en muchos de los que se consideran muy cristianos y muy católicos.

La misericordia es intrínseca y dinámicamente igualitaria. La carta de Pablo a los romanos concreta ese igualitarismo al declarar que todos somos pecadores y necesitados de la bondad de Dios, y que todos hemos sido agraciados y, por lo tanto, podemos acceder a esa bondad. La misericordia solo se da desde el reconocimiento de la propia maldad y perversión, y desde la aceptación de la bondad divina. Por eso, la misericordia no puede regalarse. Tampoco se puede ejercer de manera complaciente para sentirnos superiores a los demás. Excepto la crítica que brota de la indignación por el dolor causado a los demás, la otra, la más general, nace del orgullo de quien busca sentirse superior y ocultar su propia debilidad.

Todos los seres humanos estamos llamados a poner el corazón en la miseria humana, para lo cual hemos de aproximarnos a ella. Luego, hemos de dejar que nos impacte e indignarnos por lo que tiene de vileza e injusticia, y, movidos por la indignación, hacer realidad la justicia. Pero en un segundo momento, el amor debe imponerse sobre la indignación misma, el resentimiento y todo deseo de venganza. Entonces, la misericordia nos volverá un poco más humanos al desarrollar aquello que tenemos de divinos.