Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Ofrecer la muerte a los pandilleros que atenten contra policías y soldados no ha sido acertado, porque abre la puerta a los llamados “falsos positivos”, esto es, inocentes capturados o asesinados para crear la impresión de que la lucha contra el crimen avanza. Colombia padece esta artimaña letal de las fuerzas de seguridad, que así disimulan su fracaso. El tuit presidencial con la oferta de muerte está ilustrado con la fotografía de tres pandilleros muertos en un supuesto enfrentamiento con policías. Los informes de prensa hablan de “lluvia de balas” que, extrañamente, no causan ninguna baja en las filas policiales. Este sorprendente fenómeno suele apuntar a una ejecución sumaria. De ahí a asesinar inocentes, como en el pasado reciente, solo hay un paso. De hecho, un comisionado de la PNC ya presentó las redadas como prueba fehaciente de control territorial.
Esta manera de proceder enardece a la mentalidad autoritaria y violenta prevaleciente en un sector de la sociedad, pero no transforma la realidad. Las redadas se llevan por delante lo que encuentran. A veces, en un segundo momento, se discrimina entre sospechosos e inocentes. Por eso, la labor fiscal es tan difícil y la de la policía, tan fútil. No es nada fácil vincular directamente a los capturados con un crimen específico y mucho menos con el arma homicida. De hecho, los jueces rara vez ven dicha arma. Pero eso no es todo. La redada y la muerte en enfrentamiento o el asesinato a sangre fría, en sí mismos, no implican controlar el territorio. Tampoco la incomunicación de los detenidos. Esta, además de violentar los derechos de los presos, tal como denuncia el sistema judicial, no garantiza mecánicamente la desaparición de la extorsión y del asesinato en las calles, colonias y cantones. Si el control del territorio fuera en verdad efectivo, las órdenes provenientes de las cárceles serían irrelevantes.
Al parecer, los estrategas militares del Gobierno toman el rábano por las hojas. Después de más de una década de luchar contra las pandillas y de cinco años de medidas extraordinarias, se encuentran, más o menos, como al comienzo. Todavía están enfrascados en la lucha contra la hidra de las pandillas. La experiencia aconseja establecer un plazo para recuperar los territorios invadidos y estimar los costos en vidas por ambas partes y en términos sociales y económicos. Si el plazo se vence y los costos se disparan sin tener dominio del territorio, el sentido común obliga a cuestionar la sabiduría de los estrategas militares y a replantear la conveniencia de insistir en lo mismo. Sin fijar plazos y costos, la estrategia militar es ciega y tenderá a prolongarse hasta que una de las partes se agote.
No se trata de actuar blanda o complacientemente con los criminales, sino de proceder con inteligencia, lo cual no excluye la firmeza y la energía, incluso el uso de la coacción y la fuerza, pero de manera controlada. En cambio, la mentalidad militar predominante está tan convencida de la eficacia de la violencia que la absolutiza. En palabras de Mons. Romero, la erige en una especie de ídolo, al cual rinde culto y le sacrifica vidas humanas. Hasta que el mismo ídolo devora a sus adoradores en la vorágine de la violencia. Es la misma confianza ciega en el poder de fuego de los militares de antaño. Esa ceguera los llevó a las masacres y a los crímenes de lesa humanidad que ahora lamentamos. Las décadas de dominio militar han creado una cultura de la violencia que tiene mucho de voluntarismo, irracionalidad e inhumanidad.
La casi irresistible tentación de absolutizar la eficacia de la violencia armada exige contrapesos que la mantengan dentro de los límites de lo permitido. Esto es muy necesario en una sociedad donde quien tiene poder o un fusil se considera autorizado para cometer atropellos y arbitrariedades, en nombre de una autoridad mal entendida y mal ejercida. El equívoco se remonta a la dictadura militar, que se erigió en poder absoluto. Esa mentalidad sobrevivió a la dictadura y piensa que la violencia es la forma idónea para enfrentar los desafíos de la vida y la sociedad. Por eso, una Policía que se pensó como estrictamente civil se militarizó, por decisión de Arena y complicidad del FMLN, con el beneplácito social.
La comisión legislativa de defensa es la llamada a pedir cuenta de las estrategias, los operativos y los gastos militares. Pero no lo hace, porque sus integrantes, algunos de ellos antiguos militares, piensan que la violencia es la solución. Solo quedan aquellas fuerzas sociales no militaristas. Ellas son las llamadas a vigilar y exigir la estricta observancia de la legislación nacional e internacional. La tentación de recurrir a la violencia como solución al desafío de las pandillas es fuerte, pero es irracional y engañosa. Los pobres resultados del esfuerzo militar realizado hasta ahora son incuestionables.
La fuerza militar no es todopoderosa. Solo es exitosa en determinada circunstancias y su uso no siempre es legítimo. La constatación práctica de su impotencia puede llevar a los falsos positivos para alimentar esa falsa imagen de omnipotencia. Los defensores a ultranza de esa estrategia se suelen retractar cuando las víctimas son sus familiares o sus conocidos. Pero entonces, ya es demasiado tarde.