Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Mientras la campaña electoral se intensifica, aguijoneada por los resultados de las encuestas, sucesivos grupos de varios centenares de salvadoreños se desplazan penosa, pero ilusionadamente hacia Estados Unidos, donde esperan encontrar una vida digna. No son delincuentes, aunque es posible que más de alguno se haya colado, sino desesperados, en busca de trabajo, y aterrorizados, ansiosos por hallar un mínimo de seguridad. Literalmente, huyen de la pobreza y la violencia. No tienen nada que perder, porque ya lo han perdido todo.
La emigración, en sí misma, no es un fenómeno desconocido en El Salvador, pues desde hace varias décadas ha sido constante, pero por goteo. Las caravanas presentan dos novedades. La primera es que la movilización es masiva y, en consecuencia, se impone por la cantidad de emigrantes. Es por eso que sus líderes, surgidos en su seno, se esfuerzan por mantener unido al grupo. La masividad visibiliza con inusitada elocuencia tanto la desesperación de los que huyen como la inviable de la realidad que los fuerza a huir. La segunda característica es que estas movilizaciones tienen lugar mientras los candidatos presidenciales prometen todo aquello de lo que los emigrantes han carecido durante toda su vida. Por tanto, esas promesas, por lo que a ellos respecta, han caído en saco roto.
En realidad, si las promesas electorales supusieran compromisos reales, no habría motivo alguno para emprender el duro y arriesgado camino hacia el norte. Quizás por esa razón ninguno de los candidatos ha tomado nota de las caravanas. Sin embargo, para sus integrantes, estos y sus promesas, así como los partidos que los patrocinan, carecen de credibilidad. Más aún, pareciera que la relación entre promesas y credibilidad es inversamente proporcional: a más oferta, menos credibilidad. Escépticos, e inspirados en la movilización hondureña, los salvadoreños también se han puesto en marcha, convencidos de que en el norte encontrarán lo que les niegan en su propio país.
En lugar de criminalizar a los que piden asilo para evitar el hambre y la muerte violenta, el Gobierno de Estados Unidos debiera pedir cuentas a quienes les han hecho la vida imposible, hasta el extremo de forzarlos a abandonar su tierra natal. Los responsables del éxodo no son únicamente los dos Gobiernos del FMLN, sino también los de Arena, que implantaron el capitalismo neoliberal, y los empresarios que se han enriquecido obscenamente a su sombra. Los emigrantes son víctimas de un modelo cuya finalidad es beneficiar casi exclusivamente a los capitalistas.
“La injusticia”, dijo el papa Francisco, en su homilía del domingo 18 dedicada a los pobres, “es la raíz perversa de la pobreza. El grito de los pobres es cada día más fuerte pero también menos escuchado, sofocado por el estruendo de unos pocos ricos, que son cada vez menos pero más ricos”. No es, pues, un simple fallo del capitalismo neoliberal, tal como parece opinar una de las candidatas a la Vicepresidencia. El sistema está diseñado precisamente para eso. Por tanto, existen razones de peso para dudar de la veracidad de quienes ofrecen acabar la pobreza y la desigualdad en cinco años. Algo imposible sin modificar radicalmente la estructura económica del país, a lo cual ningún candidato presidencial está dispuesto.
En consecuencia, Washington debiera forzar a los capitalistas, sus aliados de toda la vida, a adoptar medidas eficaces para evitar que los salvadoreños tengan que huir. Al menos, debiera obligarlos a redistribuir la riqueza nacional, a universalizar el acceso a unos servicios públicos de calidad y a respetar los derechos humanos fundamentales. En una palabra, debiera forzarlos a asumir sus responsabilidades sociales. Es cierto que esto significa invocar el viejo imperialismo, pero, en este caso, para beneficio de las mayorías y compelido por la necesidad, porque solo Estados Unidos posee capacidad para doblegar la prepotencia y el orgullo del capitalismo salvadoreño.
No son los inmigrantes que solicitan asilo los que atentan contra la seguridad estadounidense, como dice Washington, sino sus aliados salvadoreños. Los mismos que dicen compartir sus ideales democráticos. Las caravanas ponen en evidencia que, en definitiva, son ellos quienes, al hacer inviable la vida digna en El Salvador, los fuerzan a desplazarse hacia el norte. Atribuir la movilización a líderes malintencionados o a fuerzas extrañas no es más que una excusa para ocultar a los verdaderos responsables del éxodo.
Las caravanas de emigrantes descalifican las promesas electorales. Ellas son la expresión más real de la injusticia estructural y de la violencia institucionalizada que caracterizan la realidad nacional. La masa de emigrantes es la otra cara de El Salvador, una cara hasta ahora ignorada. La fuerza de la cantidad de emigrantes ya no permite ignorarla. Las promesas electorales no detendrán a los emigrantes, solo los hechos tienen poder para hacer que los salvadoreños vivan y mueran en la tierra que los ha visto nacer.
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