Rodolfo Cardenal
El comisionado presidencial de derechos humanos es una de “las mentes más brillantes del mundo” con las que cuenta Bukele. Un hacker abogado venido de Colombia para ayudarle a “arreglar la casa”, que pretende convertir, según le dijo a las mises, en un “faro de esperanza para todos los que quieren vivir en libertad”. Ciertamente, el comisionado se excede en el cumplimiento de sus deberes. Su genialidad consiste en valerse del círculo vicioso para absolver al Estado de las acusaciones de violar los derechos humanos. El comisionado explica un hecho con otro, sin explicar ninguno.
El punto de partida de este ejercicio de exculpación es sostener que el Estado no viola los derechos humanos, que protege a los inocentes y que su institucionalidad está a disposición de los agraviados para escuchar y procesar sus reclamos. En pocas palabras, los derechos están garantizados. El comisionado no desconoce la existencia de víctimas inocentes de la represión, pero las descarta como casos aislados, sin caer en la cuenta que su mera existencia cuestiona que Bukele “hace lo imposible” para garantizar los derechos de la ciudadanía. Aparte que esos casos no son aislados, sino tendencia. Los miles de habeas corpus sin respuesta, el ruidoso silencio de la defensora de los derechos humanos, la indiferencia de la Fiscalía y la brutalidad militar y policial desautorizan el punto de partida del comisionado.
En un arranque de generosidad, tal vez movido por la mala conciencia, agrega que, aun cuando no le compete, está en la mejor disposición de escuchar a cualquier víctima. Pero enseguida salta la falsedad de su buena disposición: no conoce “un solo caso” de abuso o violación; nadie le ha presentado una sola denuncia. En cualquier caso, el comisionado recomienda a las víctimas acudir a las instituciones estatales para presentar sus denuncias. Una recomendación inútil. Pese a sus “políticas” y “sinergias”, esas instituciones son inoperantes.
El comisionado descarta también los informes sobre las capturas arbitrarias, las torturas, las desapariciones forzadas y los asesinatos, porque sus denuncias no se basan en datos oficiales, porque la objetividad de su metodología es cuestionable y porque las organizaciones responsables de dicho informes tienen carácter político. Las fuentes son anónimas, los testimonios subjetivos y sus autores, políticos fracasados y frustrados, que se han apropiado de la bandera de los derechos humanos. A continuación, el comisionado salta al vacío. Por un lado, reconoce el hermetismo estatal y, en consecuencia, la ausencia de fuentes oficiales, lo cual no es de su competencia.
Por otro lado, los informes “políticos” son irrelevantes, porque la guerra de Bukele es contra los terroristas. Una afirmación desnortada. Terrorista es aquel que se le antoja a los soldados y policías, que actúan como fiscales y jueces en las calles y los vecindarios. Aunque el criterio fuera sólido, la liberación del Crook, el líder de la pandilla más poderosa, lo politiza, precisamente lo que el comisionado en apariencia pretende evitar. Peor aún, ese no es el único líder que goza de las consideraciones presidenciales. La idea de terrorismo de la dictadura es mucho más ideológica de lo que puedan ser los informes desautorizados.
El discurso del comisionado alcanza cumbres demenciales cuando desconoce la práctica de la tortura en las cárceles de los Bukele. Su teoría sostiene que la autopsia de los cadáveres torturados salidos de dichas cárceles no prueba ningún abuso, porque falta un tercero que dé fe del hecho y de los motivos. Al no haber testigo, tampoco hay tortura. Las lesiones que muestran los cuerpos habrían sido infligidas por las víctimas mismas o quizás por una fuerza sobrenatural no identificada. En conclusión, los informes sobre la práctica de la tortura en las prisiones de la dictadura, según el comisionado, “no pueden ser más que mentiras”. Y, en definitiva, estas prácticas tampoco son de su competencia.
Aun cuando quisiera ser honesto, no podría. La violación de los derechos humanos es tan masiva y sistemática que encubrirla es prácticamente imposible. El círculo vicioso es una buena artimaña, pero no es lo suficientemente eficaz como para lavar la cara de la dictadura. El comisionado intenta desvanecer las acusaciones de violaciones a los derechos humanos con hechos aparentemente esclarecedores, pero absurdos. Y, en último término, ninguno de los señalamientos cae dentro de sus competencias. El Estado no es responsable de ninguna violación, él tampoco.
Los creyentes respiran aliviados. Las violaciones son inexistentes; sus víctimas, una incomodidad necesaria; y el comisionado, un faro enceguecedor que impide a los ingenuos ver la violencia y el terrorismo estatal.