Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
Las impertinentes declaraciones del Ministro de la Defensa Nacional sobre las elecciones presidenciales suscitaron, justificadamente, airadas protestas. Sin embargo, esa intervención no es excepcional. Este general suele interferir en la política nacional con frecuencia. La Constitución no se lo permite, pero tampoco ninguna autoridad se atreve a sancionarlo. La injerencia sistemática del general evidencia que el control civil del Estado de derecho sobre el Ejército es una cuestión abierta. El desafío es tan descarado que el Ministro gusta comparecer ante la opinión pública escoltado por la alta oficialidad militar.
La teoría política sostiene que requisito indispensable de la consolidación democrática es el sometimiento firme de los militares a la autoridad civil. Pero la experiencia demuestra que la teoría no es suficiente para contener el poder militar dentro de los límites de la institucionalidad democrática. Ese poder, por su propia naturaleza, tiende a incursionar en la vida civil y política. De ahí que invocar una presunta vocación democrática sea inútil.
Ciertamente, los acuerdos de 1992 lograron que los militares regresaran a los cuarteles. Pero no por mucho tiempo. Los Gobiernos de Arena y del FMLN los volvieron a sacar de sus recintos amurallados. Los llamaron a luchar contra las pandillas y la violencia social, y les otorgaron funciones policiales. La excepcionalidad del primer momento se convirtió en normalidad. En la actualidad, la fusión de militares y policías es aceptada como algo natural. De esa manera, los generales y coroneles aumentaron su injerencia en la política y usurparon competencias de la autoridad civil, con lo cual han contribuido a deteriorar la institucionalidad del Estado de derecho. Todo ello sin que su contribución a la paz social haya sido determinante.
Irónicamente, los militares no forzaron su regreso al ámbito de la política, sino que las autoridades elegidas, los políticos y sus partidos, los llamaron y los convirtieron en pilar fundamental de sus proyectos. El regreso de los militares está relacionado directamente con el fracaso de los Gobiernos de Arena y del FMLN para contener el conflicto social. Los militares, por su lado, han aprovechado su participación activa y directa en la seguridad ciudadana para establecer vínculos estrechos con el poder político y una relación desproporcionadamente cercana con la población.
El Gobierno central no solo cuenta con los militares para luchar contra la violencia social, sino también para ejecutar algunas políticas sociales, para dirigir la inteligencia del Estado, para supervisar las armas de fuego y para otras funciones que competen a civiles: los políticos. Una vez introducidos en estos ámbitos, los militares se las han arreglado para obtener concesiones económicas importantes, y no es raro que periódicamente aparezcan implicados en el enriquecimiento ilícito, el tráfico de armas de guerra y de influencias, la limpieza social y la impunidad. Dadas estas realidades, es normal que el Ministro opine sobre cuestiones políticas y sociales.
Los Gobiernos de Arena y del FMLN nunca se han planteado minimizar o neutralizar la intervención militar en la política y la sociedad. Tal vez por faltarles valor, o por desinterés, o por no disponer de recursos, o por todo ello. Los generales y coroneles ya no entran en Casa Presidencial empuñando las armas, sino por los portones privilegiados reservados para las autoridades. Curiosamente, esta cuestión no figura en los inagotables discursos electorales del momento.
El Estado carece de capacidad para controlar institucionalmente a sus fuerzas armadas. Prueba de ello es el Ministerio de la Defensa Nacional, cuya institucionalización ha sido descuidada por el Gobierno central. La inexperiencia civil en los asuntos relacionados con la defensa ha dejado el espacio libre a los militares, quienes deciden con criterios exclusivamente castrenses cuestiones políticas. Esto, a su vez, no anima a los civiles a especializarse en defensa y seguridad, campos de los cuales los militares se han apoderado indebidamente. Este círculo vicioso retiene a los generales y coroneles en una instancia, por definición, civil y política.
En síntesis, tanto los políticos como los militares atentan contra el fundamento democrático del Estado. La iniciativa ha sido de los políticos, pero los militares no han sabido negarse y han acudido de buena gana a su llamado. Aquellos han neutralizado voluntaria e inconscientemente una porción importante de la autoridad estatal al entregársela a los militares y estos se la han apropiado sin caer en la cuenta que erosionaban la institución militar que tanto veneran.