Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
El Estado salvadoreño adolece de malformaciones, una de cuyas manifestaciones más debatidas es la constante expansión del gasto público y su incapacidad para satisfacer las necesidades básicas de la población empobrecida. Algunas instituciones han crecido en demasía, en detrimento de otras que, como educación y salud, languidecen. Otra expresión de esas malformaciones es la constante interferencia del Ministro de Defensa y sus oficiales en la vida política y social del país. La institución militar exhibe un desarrollo que no se corresponde con los insuficientes y malos servicios del área social ni con posibles amenazas reales para la seguridad de la nación. Así, El Salvador actual tiene más generales que durante la guerra civil, cuando el Ejército era mucho más grande y la actividad militar mucho más intensa. Más generales y más oficiales significan mayores erogaciones en salarios, prestaciones y jubilación.
La teoría militar clásica establece que el meollo de la profesión militar es la preparación para la guerra, defensiva y ofensiva, e identifica con claridad sus finalidades: defender el territorio, proteger los intereses nacionales y la población, ampliar el poderío del país y participar en misiones internacionales. Excepto esto último, que no es imperioso, las otras finalidades no justifican un Ejército tan grande. El territorio salvadoreño no está amenazado, excepto por las pandillas, una organización criminal interna, no externa, y los intereses nacionales están mejor protegidos por la institucionalidad internacional, a la cual, paradójicamente, se le da poco peso. El engrandecimiento del poderío del país es una quimera.
Justificar la existencia de una institución militar desmesurada con la lucha contra el narcotráfico y las pandillas es irracional. Otra cosa es que los militares disfrutan tanto esa tarea que se han encargado de presentarse a sí mismos como indispensables. Propalan amenazas irreales, cultivan falsos miedos y promueven, sin fundamento empírico, la solución militar. Dicho de otra manera, los militares trafican con la seguridad ciudadana. Sin embargo, no debieran olvidar que las tareas relacionadas con la seguridad ciudadana desvirtúan su profesionalismo y también el de la Policía, la cual no puede desarrollar y fortalecer su propia institucionalidad.
Desde la perspectiva del gasto público, una cuestión que inquieta a los diputados de la derecha, el empleo de los militares en las labores policiales es poco racional, porque resulta excesivamente caro, duplica actividades, aumenta el gasto y diluye el control sobre el mismo, haciéndolo terreno fértil para la corrupción. Las instalaciones militares, los equipos, la formación, el entrenamiento, los salarios, las prestaciones sociales, incluido un ruinoso sistema de pensiones que recae sobre una deuda pública ya demasiado abultada, engrosan una voluminosa partida del presupuesto nacional. Es mucho más caro que un soldado patrulle una calle o verifique un documento de identidad a que lo haga un policía. Así, pues, aquellos que tanto hablan de racionalizar el gasto público para invertir en el área social deben caer en la cuenta de lo mucho que cuesta la institución militar al ciudadano y al contribuyente.
Los militares no son los únicos responsables de esta malformación. La ambivalencia de la sociedad ha contribuido también al desarrollo de esta extravagancia. Por un lado, rechaza la militarización y la represión militar; pero, por otro, exige la protección de las fuerzas militares, porque piensa —simple ilusión— que así está mejor protegida. Este espejismo la lleva a aceptar tácitamente la excepción legal, incluso la impunidad, aunque a veces exige también respetar los derechos humanos y la institucionalidad democrática. Esto puede explicar que la opinión pública tenga una mejor apreciación y una mayor confianza en el Ejército que en los diputados y los partidos políticos. Es decir, valora muy negativamente a las autoridades que ha elegido en las urnas y que han llamado a los militares para que les resuelvan lo que ellos han sido incapaces de solucionar por ignorancia, indiferencia y desinterés. La falta de claridad debilita al Estado de derecho, alimenta la indiferencia ante la violación de los derechos humanos y de la institucionalidad constitucional, y convierte la subordinación de los militares al poder político en una simple formalidad, cuando no en una farsa.
Todos los candidatos presidenciales reconocen que el desafío más grande del Ejecutivo es prevenir el crimen, no combatirlo con la fuerza militar. Pero todos ellos cuentan con los militares para luchar contra la violencia social, un reconocimiento implícito de su ineptitud e ignorancia. Está demostrado que la inseguridad no se supera con el despliegue de soldados y tanquetas en las calles y las plazas ni con la presencia de oficiales militares en el Gobierno. El escandaloso aumento de la violencia social y el elevado nivel de corrupción, dos caras de una misma malformación social y estatal, no se combaten con mayor represión, sino con más democracia política y, sobre todo, con una distribución más equitativa del ingreso nacional. Una espinosa cuestión obviada por los candidatos presidenciales, que prefieren generalidades vacías.