Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
El candidato de Arena para la alcaldía de San Salvador lamenta la falta de compromiso del arzobispo con la política represiva del Gobierno. En su conferencia de prensa dominical, el sacerdote declaró que el asesinato de policías y soldados constituye “un mensaje” que el Gobierno debería tomar “muy en cuenta” para reevaluar su política criminal, ya que se trata de “una medición de fuerzas” que ha conducido a la muerte y la destrucción. Al candidato se le escapa la realidad. Policías y soldados no luchan contra el crimen, sino que libran una guerra. Impuesta si se quiere, pero guerra al fin de cuentas. Así lo han expresado el Vicepresidente y sus funcionarios. En toda guerra hay muertos y heridos, destrucción de infraestructura y pérdidas económicas. Es la perversión maldita de la guerra.
Pero los funcionarios y los políticos, a juzgar por sus declaraciones, piensan que pueden librar la guerra sin experimentar bajas en sus filas. No solo los policías, los soldados y sus familiares son víctimas de esta nueva lucha sangrienta y cruel. También lo es la población indefensa, en medio de los dos ejércitos, uno formal y el otro informal, pero no por eso menos efectivos. Los agentes gubernamentales y sus familiares son víctimas fáciles por ser blancos fijos. El Gobierno no puede protegerlos debidamente, porque es una conflagración informal y general. La guerra es tan inhumana y devastadora que debiera evitarse por todos los medios posibles. Ese es el mensaje del arzobispo y del cual habló, en su tiempo, monseñor Romero, que quiso evitar el conflicto armado con reformas sociales y económicas. La guerra no resuelve las diferencias, mucho menos los problemas de origen socioeconómico.
El dirigente de Arena reclama, con razón, respeto y admiración para los policías y soldados caídos en combate. Sin embargo, en su arrebato por censurar al arzobispo, se queda corto. Los caídos del lado gubernamental y sus familias merecen, en primer lugar, justicia. Sus asesinos deben ser capturados y llevados a los tribunales. Y sus dependientes que los sobreviven deben ser objeto de cuidado especial del Estado. Hasta ahora, el Gobierno se contenta con entregarles una compensación económica puntual y no muy generosa. También merecen justicia las víctimas inocentes de esta guerra. Las víctimas de los pandilleros, pero también las de la represión gubernamental y del sinsentido de la Fiscalía. Y como la justicia es universal, también la merecen los pandilleros ejecutados sumariamente por escuadrones de limpieza cercanos a los grupos de poder. Pero Arena no conoce la justicia y el Gobierno del FMLN la olvidó al llegar al Ejecutivo. La última ocurrencia es el calabozo, un recurso de regímenes autoritarios, el cual, además, es poco disuasivo. Esas muertes y esos sufrimientos podrían evitarse si se detuviera la guerra y se buscara una salida racional y justa. La violencia de la guerra tiene mucho de irracional y de bestial.
No es extraño que este alto dirigente de Arena esté ansioso por trabajar con el Gobierno, dado que comparten la misma mentalidad violenta que propone la guerra, la muerte y la destrucción como respuesta a la desigualdad, derivada de la estructura socioeconómica. Los dos partidos comparten la misma mentalidad represiva. Uno siempre ha buscado la aniquilación de los comunistas y el otro la de los capitalistas. Ahora, los dos coinciden en la aniquilación de los pandilleros. Esta interesante coincidencia podría ser el punto de partida para negociar otras cuestiones, donde las diferencias parecen irreconciliables, como las pensiones y el financiamiento del Estado. Arena y el FMLN tienen más similitudes de lo que parece.
Ahora bien, la colaboración de las Iglesias que solicita el dirigente de Arena resulta imposible. La prevención será inútil mientras el terror persista en las comunidades urbanas y rurales. Terror a las pandillas y terror a las fuerzas represivas gubernamentales y no gubernamentales. No puede haber prevención eficaz sin programas estatales de gran envergadura y mucho financiamiento. Aparentemente, la guerra es más barata. Vana ilusión, porque, a largo plazo, resulta bastante más cara en términos económicos, que es lo que interesa a Arena. Este partido defiende ardientemente la vida de los no nacidos, pero la suerte de los ya nacidos le es indiferente. Así, pues, el mensaje del arzobispo no ha sido recibido. La opción es la guerra.
La Iglesia católica no puede asociarse con un Gobierno represivo, porque la muerte es contraria al Evangelio. Por esa razón, el papa Francisco insiste incansablemente en que la guerra no es el medio adecuado para resolver los conflictos, sino el diálogo y la negociación. Más cercanamente, monseñor Romero condenó tanto la represión militar como la violencia revolucionaria, y se identificó con las víctimas del pueblo salvadoreño. Ahí, en medio de ellas, le dijo a aquel Gobierno militar que lo encontraría. El entusiasmo por el beato salvadoreño no es suficiente para explorar caminos de convivencia sin opresión y sin injusticia.