Rodolfo Cardenal
El Teatro Nacional acogió la conclusión de la farsa electoral del 4 de febrero. La entrega de las credenciales de la reelección inconstitucional fue otra cuidada puesta en escena de Casa Presidencial. Ahí consumó la usurpación de la autoridad electoral. La coreografía giró alrededor del actor principal. La elegante arquitectura con cierto aire francés del Teatro contrastó con el aparatoso despliegue militar del que se hace acompañar el protagonista de la escenificación. Una chocante mezcla de arte y militarismo. El presidente estadounidense, con muchos más enemigos, no es vigilado tan celosamente como el salvadoreño. El servicio secreto de la Casa Blanca es bastante más discreto y, seguramente, más eficaz.
Sorprende que la formalización de la reelección, en gran medida atribuible a la seguridad impuesta, haya incluido la presencia masiva de soldados con armas de guerra y equipo militar pesado. Según esa demostración de fuerza y poderío, las pandillas aún representarían una amenaza muy peligrosa, que exige mantener al Ejército en la calle. Sin embargo, la cuestión no es la seguridad personal de Bukele y su entorno, ni la de la población en general. La relevancia del presunto objetivo de la agresión la hace muy improbable. Más todavía, si el enemigo no está identificado. Se trata más bien de exhibir el temor ante un posible atentado de fuerzas oscuras y perversas no identificadas. El propósito es infundir miedo para consolidar la normalización de la militarización de la sociedad y del Estado.
La mezcolanza de arte y militarismo tiene dos motivaciones relacionadas. La primera es la obsesión por la seguridad. No para contrarrestar amenazas, reales o ficticias, sino por los réditos políticos. Una vez liberada, esa obsesión es inagotable e insaciable. No hay manera de detenerla. Se alimenta a sí misma. A medida que adquiere fuerza, los motivos originales y los peligros son secundarios. El espacio dejado por los pandilleros encarcelados ha sido ocupado por el miedo a una amenaza indefinida, cuya simple mención justifica la negación de las libertades y los derechos, y la omnipresencia del Ejército.
Contradictoriamente, el mantenimiento y el reforzamiento de las medidas de seguridad, en lugar de moderar los miedos y las ansiedades causados por la inseguridad, los reproducen, los expanden y los profundizan. Las estructuras y las prácticas adoptadas para garantizar la seguridad no erradican esos miedos y esas ansiedades. Tampoco se lo proponen seriamente. De hecho, aterrorizan en proporción directa al crecimiento de la preocupación por la seguridad y la visibilidad de las fuerzas militares y policiales destinadas a combatirlas.
El miedo sostiene a la dictadura. En la seguridad encontró un filón políticamente muy rentable e inagotable. No tiene otra cosa que ofrecer que seguridad. Pese a que la desarticulación de las pandillas eliminó la inseguridad del espacio público, la seguridad sigue siendo la prioridad única, porque la dictadura tiene las manos vacías. El miedo la alimenta, al mismo tiempo que paraliza, divide y somete. Tal vez no por mucho tiempo. La masiva abstención en las elecciones municipales, la pérdida de aceptación en la mayor parte del territorio nacional y las alcaldías no ganadas son señales claras de la hartura de la población.
El efecto más pernicioso de la obsesión por la seguridad es el debilitamiento de la confianza mutua y la propagación de la sospecha de los demás, mientras aumentan los prejuicios de unos y otros. La desconfianza establece la frontera entre nosotros y ellos. La erosión de la confianza debilita la comunicación, lo cual amplía la brecha entre los de confianza y los no confiables, mientras alimenta el miedo y la ansiedad. Contrario a las apariencias, la obsesión por la seguridad no ha hecho a la sociedad salvadoreña más sana, sino cada vez más insegura. Presa de la incertidumbre y el desasosiego, se la antoja que la solución ideal es la dictadura de un iluminado.
La segunda motivación de la disonante combinación de arte y militarismo es la vanagloria. La escenificación en el Teatro Nacional fue un ejercicio perfecto de vanagloria. Un vicio propio de quien aspira a erigirse en el centro del mundo. El vanaglorioso se declara libre para explotar todo y a todos. Posee un yo despótico, que carece de empatía y prescinde de la existencia de los demás. Sus relaciones son instrumentales y dominantes. Exhibe ante el mundo su persona, sus logros y sus éxitos. Y se alza como centro de todos los elogios, la admiración y también de la envidia, compañera inseparable del engreimiento. La vanagloria es autoestima inflada y sin fundamento. En realidad, el vanaglorioso siempre mendiga atención.
Por eso, la vanagloria y la soberbia son compañeras. El soberbio cree ser mucho más de lo que es en realidad. Tiene la absurda pretensión de ser como Dios. Si acaso sus cualidades no son reconocidas o es criticado constructivamente, monta en cólera y grita. Los demás son injustos, no comprenden, no están a su altura.