Rodolfo Cardenal, Director del Centro Monseñor Romero
Mediáticamente, el operativo policial Cuscatlán ha sido un éxito rotundo, pero la experiencia de la Fiscalía y la Policía en los tribunales aconseja cautela. Desde la persecución de la delincuencia, conviene aguardar. El operativo ha sido montado concienzudamente como una actividad de relaciones públicas para levantar la imagen de una Policía en caída libre por su incapacidad para garantizar la seguridad ciudadana, por atentar contra los derechos de esta, por abuso de autoridad, por fraude procesal, por escándalos internos, incluido el abuso sexual y el asesinato. La dimensión nacional del operativo, cuyo objetivo formal es recortar las fuentes de financiamiento de la pandilla, el volumen de las propiedades incautadas y su valor monetario, y la comparecencia de las autoridades en los diferentes escenarios son impresionantes. Todo ha sido estudiadamente documentado por periodistas incorporados al operativo y por la comparecencia inmediata de la autoridad ministerial, fiscal y policial, en escenarios dispuestos para la ocasión. El operativo es más mediático que policial.
Jurídicamente, la operación presenta complicaciones. La Policía y la Fiscalía han demostrado dificultad para vincular directamente a los acusados con los delitos. Entre los capturados habrá algunos asociados a la pandilla y entre la propiedad confiscada, alguna será mal habida. Pero que todos los capturados y todas las propiedades incautadas sean ilegales tendrán que demostrarlo más allá de los discursos de las autoridades, preparados de antemano con finalidad claramente mediática. El Ministro de Justicia y el Director de la Policía dicen llevar meses investigando los hechos, ahora tendrán que mostrar las pruebas documentales que permitan acusar y confiscar, más allá de lo que pueda declarar el testigo privilegiado de siempre, el cual, por cierto, ya apareció.
La experiencia muestra que la eficacia policial para perseguir el delito es escasa. A pesar de las múltiples intervenciones de la autoridad, ninguna explicó los mecanismos a través de los cuales la pandilla lavaba dinero en las empresas intervenidas. Simplemente, se han contentado con afirmarlo. En realidad, han repetido lo que dicen los testigos privilegiados de ocasión. Aseguran que los capturados movían la impresionante suma de 4.5 millones de dólares mensuales, porque así lo dice uno de sus testigos, pero no tienen cómo demostrarlo. Si tuvieran pruebas, las hubieran presentado. La labor fiscal se presenta cuesta arriba. En cada caso, deben sustentar las acusaciones con documentación bancaria, declaración de la renta, registro de la propiedad, audios de llamadas interceptadas, correos electrónicos, etc. Si en casi dos meses no han podido dar con el paradero de dos agentes especializados, cómo podrán dar cuenta de lo demás.
Desde la persecución del crimen, conviene no precipitarse. Los dos operativos anteriores, similares al actual, no han arrojado los resultados prometidos en los discursos. Los números son abultados, pero irreales. De las 520 órdenes de captura, la mayoría de ellas (416) no tienen efecto alguno, porque los buscados ya se encuentran en prisión desde hace tiempo. Del resto, veintiocho están dirigidas contra personas acusadas de lavar dinero para la pandilla. Es probable que algunas de sus actividades financieras hayan sido intervenidas, pero el tiempo dirá en qué medida ello reduce su actividad criminal. Indudablemente, perseguir los flujos de dinero y de armamento es mucho más eficaz que los vistosos despliegues policiales a los que nos tienen acostumbrados. Pero para cortar eficazmente esos movimientos se necesita inteligencia policial y fiscal, personal altamente especializado e íntegro, paciencia y habilidad, virtudes que brillan por su ausencia en el Ministerio de Justicia, la Fiscalía y la Policía.
Estos operativos suelen dejar como consecuencia del atolondramiento institucional ciudadanos injustamente acusados y encarcelados, lo cual implica ruptura familiar, pérdida de ingresos, elevados gastos en abogados, deterioro psicológico y afectivo, y daños graves o pérdida total de la propiedad legítimamente adquirida. En pocas palabras, destruyen la vida de víctimas inocentes y de sus familias. Pero esto no parece importarles a los responsables de la seguridad. Lo consideran daños colaterales de su cruzada contra el crimen. Daños lamentables, pero, según ellos, inevitables. El Estado todavía no ha pedido disculpas a ninguna de las personas acusadas y encarceladas injustamente. Mucho menos ha reparado monetariamente los daños causados. Esto es intolerable en un Estado que se declara democrático, aun cuando celebre elecciones periódicas. Es más propio de la dictadura. Sus responsables podrían encontrarse más tarde ante un tribunal internacional, acusados de violar los derechos humanos, igual que los antiguos oficiales del Ejército de la guerra.
El éxito mediático de la operación Cuscatlán es indiscutible. La imagen de la institución policial ha salido reforzada, al menos momentáneamente. Las consecuencias judiciales y para la persecución del delito son muy discutibles. Pero dado que la opinión pública no suele seguir con el mismo interés el resultado de los procesos judiciales, los réditos de la operación son positivos. Así, pues, mejora la imagen de la seguridad, pero la violencia campea a sus anchas.