Palabras vacías

Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero

 

Las recientes declaraciones de las autoridades responsables de la seguridad ciudadana ponen de manifiesto cómo la violencia social y criminal ha superado sus capacidades y fuerzas. Las tan promisorias medidas extraordinarias pronto han demostrado que no pueden entregar lo prometido. El hallazgo de explosivos, armas y medios de comunicación en los recintos penales es argumento irrebatible. Más aún, entre más gente recluyan en los ya desbordados centros penales, menos control tendrán de estos. De todas maneras, las autoridades se excusan en la falta de infraestructura, personal y fondos. En definitiva, confiesan que no disponen de los medios para la aplicación eficaz de esas medidas. Es incomprensible cómo se legisla sin contar con los recursos indispensables para hacer efectiva la legislación.

El desacuerdo sobre cómo gestionar la seguridad ciudadana evidencia la falta de visión política y de alternativas eficaces. El presidente del poder legislativo, el Fiscal General y el Ministro de Defensa favorecen la conformación de “defensas civiles” armadas. Mientras que la Policía, con razón, se opone, porque la proliferación de esos grupos implica una mayor descentralización de la violencia. Curiosamente, el Ministro de Defensa, que debiera velar por el monopolio estatal de la violencia, considera conveniente la existencia de grupos armados, aunque con la debida regulación y supervisión. Palabras vacías, porque un Gobierno impotente para imponer la legislación vigente mucho menos podrá controlar a esos grupos. Ni siquiera la Policía tiene poder para supervisar a cada uno de sus propios agentes. De ahí que sea la institución más denunciada por violación a derechos humanos, incluidas al menos 37 ejecuciones sumarias.

Una de las debilidades más alarmantes del Estado salvadoreño es que cada vez tiene menos control de la violencia. Una defensa civil armada contribuiría a una mayor descentralización de la violencia y así profundizaría aún más la debilidad de un Estado ausente en buena parte del territorio nacional. Sus fuerzas incursionan puntualmente en los territorios, pero no pueden retenerlos. En cuanto los abandona, los pierde. El Ministro de Defensa lo expresa con claridad meridiana: “Muchas veces limpiamos estas áreas y cuando nosotros nos vamos la delincuencia llega nuevamente. Por eso la ciudadanía muchas veces se organiza”. En buena medida, la violencia es resultado de la libre comercialización y circulación de armas de fuego, controladas por un Ejército que no puede resguardar su propio armamento, que con demasiada frecuencia suele aparecer en manos de delincuentes, algo inaudito en una institución armada.

Por otro lado, la proliferación de defensas civiles es la respuesta de una ciudadanía que se siente desamparada por el Estado. El respaldo que esa respuesta ha encontrado en círculos gubernamentales y políticos es un reconocimiento explícito del fracaso de un Estado que no controla el territorio ni protege a la población. El vacío es llenado por las pandillas y por el crimen organizado sin dificultad. La ausencia del Estado implica también falta de salud, de educación, de infraestructura, etc. Cabe, pues, preguntarse cómo un Gobierno ausente puede erradicar la violencia.

El proyecto de la Policía Comunitaria, en sí misma necesaria, adolece de la misma incompetencia. Hasta ahora, ninguna autoridad ha podido explicar cómo unos policías militarizados pueden establecer relaciones de colaboración estrecha con la ciudadanía. Al parecer, la idea es otra. Al menos, a juzgar por las indicaciones del centro donde se forman esos agentes. En efecto, su director los invitó a actuar brutalmente, sin considerar los derechos humanos ni la crítica nacional o internacional. Es el mismo principio que los militares de la guerra civil aplicaron a los gobernantes actuales. La Policía Comunitaria se fundamenta en relaciones de respeto y confianza mutua, algo imposible, porque actualmente muchos soldados y agentes desprecian a los civiles.

Al parecer, el Gobierno ha caído en la trampa de pensar que el discurso publicitario crea realidad. Más de alguno habrá que confunda sus ilusiones con hechos. La buena propaganda moviliza a sus consumidores, pero su eficacia depende de la concreción real de algo de lo que promete. Si permanece indulgentemente en el discurso, más pronto que tarde saldrá a la luz su falsedad.