Rodolfo Cardenal
El oficialismo no se cansa de prometer cambios. A veces, anuncia la transformación del país. A veces, habla de reinventarlo. En algunas ocasiones, declara que la reinvención está consumada. En otras, está por llegar. La versión del cambio varía según el humor del vocero. En lo único en que todos coinciden es en no concretar qué van a hacer y cuándo lo harán. El cambio es un tópico del discurso oficial.
La promesa de cambios indefinidos y a muy largo plazo ha salido a relucir a raíz del acomodo de la Constitución para dejarla a merced de los dictados de Bukele. Sus voceros alegan por él que la reforma es necesaria para facilitarle la transformación del país. Nadie sabe bien en qué, cómo y cuándo. Los defensores confían ciegamente en su juicio. Cualquier cosa que haga la recibirán bien y la agradecerán. El oficialismo confunde interesadamente a estos fanáticos con el pueblo para defender la anulación de la norma constitucional. El pueblo “demanda”, “el pueblo decide” y “el pueblo sabe qué quiere”, repiten imperturbables. Pero no lo consultaron. Tampoco les interesaba conocer su opinión.
Invocar el querer popular cuando se mantiene secuestrado al pueblo y al Estado salvadoreño es cínico. El pueblo sabe bien qué quiere. Un sector no despreciable expresó sus deseos en la manifestación del 1 de mayo. El pueblo quiere empleos dignos, reducción de la inflación, liberación de los inocentes, aparición de los desaparecidos, vivienda, salud, educación, derecho y justicia, honestidad y democracia. Las mayorías que se abstuvieron en las últimas elecciones rechazaron con su ausencia a Bukele y al oficialismo. Las que huyen buscan en el norte las oportunidades que aquí no encuentran. Muchos pandilleros optaron por el crimen porque no hallaron alternativas. De todas maneras, si Bukele y los suyos quisieran, podrían conocer de primera mano lo que el pueblo quiere. En lugar de usurpar su parecer, deberían salir al encuentro de las comunidades y los vecindarios golpeados por el capitalismo neoliberal, la desidia gubernamental y la represión militar para escuchar sus quejas y sus demandas.
A pesar de su claridad, el oficialismo no se hace cargo del querer popular. No tiene recursos ni voluntad política para satisfacerlo. Además, su tarea no consiste en atender las necesidades de la gente, sino en ejecutar las órdenes de Bukele y su entorno, los únicos con poder de decisión. Sus legisladores no ratificaron la reforma constitucional que declaraba el acceso al agua un derecho, aun cuando es respaldada por la inmensa mayoría de la opinión pública, porque Bukele, por razones desconocidas, pero fáciles de adivinar, no se los indicó. Solo aprobaron, sin estudio, sin consulta y sin discusión, ni siquiera entre ellos mismos, colocar la Constitución a disposición de sus caprichos. No hay, pues, que lamentar la reducción de unas comisiones legislativas que no analizan, no escuchan, ni deliberan. La dispensa de trámites es la orden del día. Invocar el querer popular es hipócrita.
Conscientes de su triste papel, los funcionarios nunca se comprometen. Se contentan con anunciar cambios indeterminados y lejanos. Sus promesas son vacías, sin plazo y, de hecho, sin posibilidad real de cumplimiento. No van más allá de un vago “lo vamos a hacer”, pero “paso a paso”, como si el hambre y la enfermedad pudieran esperar. En el mejor de los casos, harán algo para aliviarlos cuando Bukele así lo determine. Y no tanto para remediar esas tribulaciones como para alimentar la popularidad del mandatario. Solo una creciente presión popular por tanto sufrimiento y olvido acumulado podrá forzar algunos cambios.
Después de cinco años de autoritarismo, la única transformación innegable es la división del país en dos partes. Una para minorías extranjeras y locales acomodadas, y otra para mayorías empobrecidas e impresentables. El país de Bukele es el de los turistas, los deportistas, las mises y los creadores de contenido digital. El otro es el de las mayorías oprimidas y vulnerables. En el primero, invierte dólares prestados. El otro lo ha abandonado a su suerte. Los habitantes del primero gozan de privilegios migratorios, tributarios y económicos. Los más distinguidos tienen la rara distinción de ser recibidos en audiencia privada por el dictador. Los del otro país son expulsados violentamente de los espacios públicos, porque su miseria afea el paisaje construido para los primeros. El comercio ambulante e informal de la pobrería es antiestético y vergonzoso.
Aparentemente, la apuesta de Bukele es que las mayorías excluidas se rindan, huyan y envíen remesas para financiar el país que las desconoce, o que se abandonen con resignación a la muerte lenta del hambre y la enfermedad.