Ninguna “agenda de desprestigio” es necesaria, como arguyen defensivamente las curules oficialistas, porque ellas solas se deshonran al asentir pasivamente a las solicitudes presidenciales. No leen, no piensan, no discuten. No les han dado el escaño para eso. La legislación reciente evidencia su deslustre y la postergación de la población a quien dicen representar. No es cuestión de fe, sino de constatar sus desaciertos.
El oficialismo insiste en que el bitcoin traerá abundancia al país y sus habitantes, pero el objetivo de la llamada ley de activos digitales es proteger a los grupos vinculados con las criptomonedas y otorgar liquidez a una hacienda pública en crisis permanente. La ley busca persuadir a los grandes inversionistas en criptomonedas de la solidez del régimen. Un préstamo de alto riesgo y muy caro para la fiscalidad nacional, ya que ofrece exención de impuestos y abre la puerta al fraude, una práctica común de esas especies, y al lavado de dinero. Implícitamente, la ley ratifica los centenares de millones de dólares que Bukele ha gastado en adquirir bitcoin y en financiar a las empresas privadas asociadas a su administración. Los ganadores son los grandes inversionistas en criptomonedas y los Bukele y sus socios, mientras que los grandes perdedores son el erario nacional y aquellos que aún aguardan la prometida abundancia del bitcoin.
La ley del transporte es como la de la basura. En teoría, buena; en la práctica, inaplicable por falta de agentes. El oficialismo es incauto si piensa que con aumentar las infracciones y las multas ordenará el tráfico terrestre. Excepto en “los semáforos inteligentes” de las intersecciones principales, que registrarán las infracciones y asignarán las multas electrónicamente, en el resto de las vías, que es la mayoría, los vehículos, incluidos los oficiales y los nacionales, continuarán circulando tan caóticamente como hasta ahora. La educación vial es urgente y muy necesaria, pero no tiene posibilidades reales sin coacción, porque la naturaleza humana tiende al menor esfuerzo y al egoísmo. Al igual que en el caso de la basura, las regulaciones de la nueva ley superan con mucho la capacidad de ejecución del régimen.
Otro embuste es la nueva ley de las compras gubernamentales. Un vergonzoso mentís a la promesa electoral de Bukele de erradicar la corrupción. El control total del poder estatal ha abierto unas posibilidades demasiado atractivas como para dejarlas pasar. La ley da vía libre a la disposición discrecional y sigilosa de los fondos públicos para financiar tanto las megalómanas infraestructuras de Bukele como los gastos ordinarios y de funcionamiento. La norma está hecha a la medida de los Bukele y sus incondicionales. Pero tiene la suficiente flexibilidad como para que la burocracia de menor rango aproveche la contratación de toda clase de bienes y servicios para acrecentar su fortuna. El dinero de los contribuyentes que termine en los bolsillos de unos y de otros será sustraído de la inversión social, que beneficia directamente a la población que lucha para sobrevivir. Menos mal que los Bukele no disponen de tantos millones como quisieran, pero sí los suficientes como para enriquecer a los suyos, a costa de despojar al pueblo de unos servicios imprescindibles.
La mal llamada reforma “integral” de las pensiones es otra burla del régimen. La repetidamente anunciada y aguardada reforma solo beneficia, con restricciones notables, a los ya jubilados. Los trabajadores que se retiren a partir de ahora descubrirán amargamente que la reforma no los favorece. El hallazgo pondrá en crisis la confianza de los creyentes en Bukele. La reforma pudo ser más ambiciosa y responder, al menos en alguna medida, a las expectativas creadas por la propaganda oficialista. Bukele dispone de capital político para introducir una reforma más audaz. Pero no se atrevió a revertir la privatización de Arena para no contrariar a los que negocian con la vejez de los salvadoreños. No está interesado en garantizar el bienestar de los jubilados ni en dejar una pensión universal digna, sino en acceder al ahorro de los trabajadores para disponer de liquidez con la que financiar sus proyectos vitrina, que hacen el deleite de turistas y aventureros extranjeros de paso y que deslumbran a la hinchada local. En las dependencias gubernamentales, excepto en Casa Presidencial y el Ejército, falta dinero para pagar salarios, prestaciones, funcionamiento y proveedores. Por eso, Bukele celebra como gesta heroica el pago de la deuda que vencía en enero.
Es intrigante lo que el vicepresidente quiso decir en la reciente cumbre latinoamericana, al afirmar que con la gestión de aquel “El Salvador finalmente ha encontrado su rumbo”. La confianza que suscita en la opinión pública, según la última encuesta del Iudop, es exactamente igual al descontento con el mal estado de la economía familiar. No sorprende, entonces, que la quinta parte de la población desee abandonar ese país, para buscar un rumbo más realista y prometedor en otro lado.