Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
Las declaraciones de algunos de los policías acusados de homicidio agravado por los hechos ocurridos en la noche del 25 al 26 de marzo de 2015, en la finca San Blas, contienen afirmaciones que arrojan luz sobre una dimensión desatendida de la guerra social. Al final de los procedimientos, el juez invitó a los acusados a tomar la palabra. Algunos de ellos aprovecharon la oportunidad para justificarse, en un intento desesperado por librarse de la posible condena. Sus palabras, aunque pueden estar contaminadas por las indicaciones de sus abogados, dejan entrever su manera de pensar y de sentir respecto a una guerra de la cual son protagonistas involuntarios.
Los policías enfatizan, a modo de defensa, pero también de reclamo: “Las autoridades hacen poco por nuestros compañeros que están muriendo […] Nos están asesinando”. Mientras que a los agentes les pagan poco y hacen poco para protegerlos. Pese a eso, dicen ir allí a donde los mandan, poniendo en riesgo sus vidas. “¡No importa al lugar que nos manden! ¡No importa las carencias en el equipo!”. De alguna manera, son conscientes de que los envían a pelear una guerra cruel y sangrienta sin los medios adecuados. Tampoco protegen a sus familiares, también víctimas de la irracionalidad de la guerra. Una evidencia más de que el Gobierno ni siquiera puede controlar el territorio donde residen los familiares de sus agentes, y es muy difícil que pueda controlarlo con unos vehículos militares no aptos para contener la violencia social. Ninguna guerra se puede ganar sin los medios adecuados para derrotar al enemigo. De aquí que los acusados soliciten al juez que tenga consideración por el trabajo que desempeñan: “No es fácil. Nosotros la vida la andamos vendida por muy poco dinero. Y sin embargo, cumplimos nuestra misión. […] nosotros estamos ya dispuestos a salir y cumplir […] y no regresar”.
Según estas voces, la responsabilidad recae en quienes los envían a esas misiones, sin el equipamiento apropiado, pero contagiados del discurso guerrerista. Los acusados afirman que cumplen misiones “velando por el respeto a los derechos de las personas”. Pero al parecer no les han aclarado que esos derechos no se pueden defender con la ejecución sumaria de los presuntos delincuentes. Las órdenes contrarias a la ley no deben ser obedecidas, tal como lo establece con claridad la sentencia que abole la ley de amnistía. A juzgar por su conducta, los agentes gubernamentales desconocen los principios básicos de la acción policial. Por eso, los responsables últimos son los encargados de su formación y de supervisar sus actuaciones, y sobre todo, los que les inculcan la avidez de venganza y aniquilación.
La denuncia de la prensa y el tímido esfuerzo de la justicia han situado a estos agentes ante la posibilidad de perder su libertad. Lamentan encontrarse acusados “sin pruebas concretas” que los vinculen directamente con los asesinatos. Centenares de salvadoreños, capturados y denigrados por ellos, se encuentran en una situación similar. Tal vez no les falte razón, porque la ineptitud fiscal pone en la calle tanto a inocentes como a criminales.
Los policías también deploran encontrarse “frente a personas que acusan […] sin saber […] lo que pasa en el terreno”. Solo ellos saben lo que es salir a luchar contra un enemigo evasivo y brutal. Además de enviarlos sin equipo, los mandan sin entrenamiento para manejar situaciones confusas y de gran tensión. Tal vez porque a sus jefes solo les interesa que destruyan y aniquilen, tal como lo expresó en un desliz el máximo responsable de la formación de los policías. El terror es un arma eficaz para controlar poblaciones rebeldes. En este sentido, el despliegue del equipo militar no es más que una operación psicológica, cuya eficacia depende del miedo que infunda. La seguridad que pueda inspirar desaparecerá en cuanto se muestre incapaz de contener la violencia.
Además de arriesgar la vida, los policías acusados se encuentran, inesperadamente, con que pueden acabar en la cárcel: “Tengo que decir que es bien difícil pasar por estos casos”. Ante esa posibilidad, recuerdan que dejan “una familia sufriendo” y que detrás de ellos “hay hijos, hay esposas”. Uno de ellos dice ser “padre de cuatro hijos”. Otro: “Mi familia […] depende económicamente de mi salario. Tengo una hija con discapacidad […] Es mi hija mayor”. La tragedia familiar intenta conmover al juez para que, dejando de lado el código penal, sentencie favorablemente. Pero también denuncia el abandono y el sufrimiento de las esposas y los hijos de las víctimas de sus desmanes represivos. También ellas quedan sometidas a la miseria y la pobreza.
Son pobres contra pobres. Unos son enviados a luchar sin medios por jefes con las espaldas bien resguardadas para proteger a unos pocos que disfrutan del despojo de muchos. Los otros toman las armas para arrebatar la vida digna que la avaricia de una élite les niega. ¿Qué sentido puede tener continuar con esta guerra?