Rodolfo Cardenal
Su enorme popularidad personal, que es su principal y único argumento, y la envidia de algunos políticos latinoamericanos desnortados, no parece satisfacerle a Bukele. Los juicios, cada vez más críticos y más frecuentes, de la prensa extranjera seria lo perturban mucho. No puede contenerse y responde insolentemente. Tal vez no le falte razón, porque El Salvador no es solo el país donde se libra una guerra de exterminio contra las pandillas, sino también uno donde una dictadura violenta sistemáticamente los derechos fundamentales, la mentira es desvergonzada y la seguridad jurídica inexistente. Los despropósitos de Bukele son seguidos de cerca por las instituciones y la prensa internacional. El Salvador de los informes institucionales y de los reportajes periodísticos no es el del dictador.
Aun cuando insiste en su popularidad y la exitosa lucha contra las pandillas, esto no parece darle confianza para gobernar con prudencia. Lo suyo es la agitación constante para dar la impresión de avanzar. Pero esto no engaña a la crítica externa, lo cual lo frustra. Sus reacciones desproporcionadas ponen de manifiesto la inestabilidad que lo atenaza. Bukele recibe esas críticas como una conspiración para derrocarlo. Sin embargo, las bravatas no impresionan a la crítica internacional, que lo sigue de cerca y no le deja pasar una. Solo encuentran eco en los partidarios del negacionismo y las teorías conspirativas, afines a los Trump y los Bolsonaro, y enemigos jurados del papa Francisco. Pese a detentar el poder total, el dictador se siente asediado por poderosos enemigos ocultos. La inseguridad y el miedo son caldo de cultivo de fantasmas inquietantes.
Quizás esa conducta responda al deseo desenfrenado de ser reconocido universalmente como un engendro nunca antes visto. Un Alejandro Magno, un Julio César o un Carlomagno. O, más modernamente, un Mussolini o un Franco en versión salvadoreña. Hernández Martínez es demasiado local y carece del aura de las grandes figuras occidentales. Las repetidas denuncias de los despropósitos y las violaciones de la dignidad humana ensombrecen el resplandor del personaje. Los publicistas de Casa Presidencial y el cuerpo diplomático no la tienen fácil.
El obstáculo no está fuera, sino dentro. Recientemente, el dictador aconsejó paternalmente a sus seguidores no poner las manos en el fuego por nadie, es decir, no deben defender a los acusados por el régimen. Bien entendido el consejo, tampoco debieran poner sus manos en el fuego por el dictador, tal como lo hacen en la actualidad. El riesgo de sufrir quemaduras de tercer grado es muy alto. El personal de salud acumula varios meses sin recibir su salario completo. En el sistema educativo faltan los alimentos para los estudiantes empobrecidos. El sistema público de salud adolece de desabastecimiento crónico.
En esa misma línea paternalista, Bukele invitó a los colombianos a visitar y disfrutar el país que ha creado para los turistas con medios, siempre que no sean extorsionistas. En realidad, ni estos, ni cualquier otro turista tiene garantías frente al poder arbitrario y absoluto de las fuerzas militares del régimen. Una invitación igualmente embustera lanzó a las víctimas del cerco militar del departamento de Cabañas para que continuaran con normalidad sus actividades cotidianas. Es imposible desarrollar actividades con normalidad rodeado de agentes arbitrarios, desconsiderados y embrutecidos. Ellos deciden quién es criminal y quién no. Y su juicio es inapelable. Luego los acusados son presentados en “combo” como pandilleros y todos son igualmente condenados sin pruebas y sin defensa. Los avisados ya han sacado sus propias conclusiones, visto lo ocurrido en otras zonas del país.
La dictadura ni siquiera es confiable en el tema primero de su agenda. Según su retórica, la guerra contra las pandillas había concluido exitosamente. Pero ahora resulta que todavía queda entre un 20 y un 30 por ciento de “estructuras criminales”. La dictadura no solo desconocía su existencia, tampoco sabe cuántos pandilleros las integran ni dónde se esconden. En la zona rural, dicen vagamente los generales y los comandantes. Dirigir una guerra sin información rigurosa dice mucho del poco nivel profesional de los militares y los policías.
La dictadura no es creíble ni fiable. En el interior, tiene aceptación, pero en el exterior el descrédito aumenta. Su discurso se devalúa rápidamente y sus consejos no son de fiar. Las instituciones y la prensa internacional seria no son interlocutores que se alimenten con propaganda digital. En ellos no operan poderes malévolos ocultos ni ignorancia y mala voluntad, sino realidad. La dictadura tiene un elevado déficit de realidad.