Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
La comparecencia del presidente Bukele el 1 de junio en la legislatura fue pospuesta sine die. Si del presidente depende, no habrá comparecencia, ni informe. Cómo comparecer ante quienes ha descalificado sistemáticamente con numerosos epítetos. La mayoría de diputados no son ejemplares, pero la dignidad humana y la del cargo están reñidas con los libertinajes presidenciales. La negativa a informar ya es proverbial y cínica. Hasta ahora no ha habido poder institucional que obligue a Casa Presidencial a observar la rendición de cuentas, ordenada por la legislación. Las posibilidades del régimen presidencialista son explotadas hasta el extremo.
Más allá de la tradición y la costumbre, la no comparecencia del presidente ante los diputados es irrelevante. El discurso de los mandatarios, arropado por un elaborado protocolo, no puede ser considerado como rendición de cuentas, en sentido estricto. Los presidentes han utilizado la tribuna legislativa para proclamar la excepcionalidad de su gestión, mediante un listado tedioso de logros y proyectos. La evaluación y la autocrítica son desconocidas. Los diputados, por su lado, reciben pasivamente la perorata. El rito se repite, en tono menor, en la comparecencia de los ministros.
Sin embargo, el presidente no rompió radicalmente con esta tradición. Reunió una especie de “gabinete de crisis” en Casa Presidencial, en el cual los participantes enunciaron, una vez más, la indolencia de los Gobiernos anteriores para horror de Bukele. Atónito, este dio instrucciones genéricas para corregir el rumbo. Nada nuevo y tan insustancial como el discurso anual de sus antecesores. Un espectáculo informativo, montado en su propio terreno y estilo. La rendición de cuentas bien podría constituir el primer paso de la anunciada reforma radical del Estado. Pero la opacidad actual es tan densa como la de los Gobiernos anteriores. Y al igual que estos, muy probablemente esconde privilegios y beneficios para proveedores amigos. La ruptura y la innovación son aparentes.
En lugar de innovar para el bien general, las comparecencias del presidente se caracterizan por promesas fabulosas y por la exasperación y la diatriba desaforada contra presuntos enemigos. El ataque ha sido hasta ahora un recurso eficaz para ocultar la negligencia, la improvisación y la incompetencia. Bukele fustiga a la fanaticada, incluso irrespetando su propia cuarentena. Prometer, en medio de la devastación, “un plan económico post crisis, en donde no solo sorprendamos a nuestro pueblo, sino también al mundo entero”, deslumbra, pero es irreal. Ni siquiera tiene para pagar los salarios del sector público. Redujo el presupuesto de educación mientras la ministra pide más de cien millones para infraestructura y tecnología. Sorprender a propios y extraños con promesas como la del famoso hospital encandila. El insulto blinda la promesa. El incumplimiento será obra de sus denostados enemigos. Los críticos lo acusan de mentir, mientras sus voceros alegan que hace política.
La vulnerabilidad expuesta una vez más por las intensas lluvias es responsabilidad directa de los Gobiernos de Arena y del FMLN. Pero también de Bukele. En los seis primeros meses de su Gobierno no solo no le prestó atención a la vulnerabilidad que caracteriza al país, sino que desarticuló la estructura, ya de por sí frágil, que vinculaba el gobierno central y el local con el argumento de ahorrar salarios. El monto de estos es ahora muy superior, mientras Casa Presidencial carece de una articulación eficaz con las municipalidades. El virus y las lluvias han puesto de manifiesto este error estratégico.
A estas alturas, el presidente Bukele ya debiera haber entendido que el ataque, por más iracundo que sea, no tiene respuestas para una crisis nacional de gran envergadura y de consecuencias imprevisibles. Tal vez a eso se deba que sus allegados se quejen de trabajo excesivo y agotamiento. La altisonancia de la retórica no oculta la enfermedad y el hambre. El virus, las lluvias y la recesión económica se ciernen amenazadoramente sobre la imagen presidencial y han mostrado hasta dónde puede llegar la deriva autoritaria de un régimen presidencialista. Cabe preguntar, entonces, si no sería conveniente introducir en la institucionalidad actual un procedimiento para destituir, o al menos censurar, al mandatario que violente la Constitución de forma deliberada y sistemática. Es un último recurso para frenar al régimen presidencialista desbocado. La mayoría de las constituciones democráticas disponen de ese mecanismo. Es injustificable aguardar el final del mandato presidencial para pedir cuentas, tal como el mismo Bukele acaba de señalar desafiante. La intervención oportuna evita el daño irreparable. El peligro de manipulación por parte de la oposición política es real, pero la dictadura es peor.