Cada nuevo presidente de la República suele afirmar solemnemente y sin titubear que lo será de todos los salvadoreños. La declaración es reglamentaria, pero equívoca. Ninguno ha gobernado para toda la ciudadanía y el bien de la totalidad. Todos han gobernado para la facción que los llevó al poder, sobre todo para sus financistas y para su grupo familiar y los allegados. Cuando se sentaron en el sillón presidencial, su agenda ya estaba comprometida. Sus prioridades han sido las de los donantes, la parentela, los compadres y los militares, que, deliberantes o no, han detentado un poder real. El resto de la ciudadanía, la mayoría, ha debido conformarse con los sobrantes. A ningún mandatario le ha importado que la satisfacción de los compromisos adquiridos haya hipotecado el futuro de la nación.
Si hubiesen gobernado para la totalidad, no habría habido concentración de la tierra agrícola, ni levantamiento popular en 1932, ni guerra con Honduras en 1969, ni guerra civil en 1980, ni privatización depredadora, ni acumulación de capital por despojo, ni emigración masiva, ni violencia social generalizada. Quizás tampoco pandillas. El nivel educativo nacional sería muy superior, el empleo más productivo y mejor pagado, la salud universal y de calidad, y la desigualdad mucho menor. La expectativa de que este bienestar, tantas veces postergado para satisfacer los intereses de las minorías, ahora se encuentra al alcance es engañosa.
El presidente actual no es diferente de sus antecesores. No olvidó la fórmula protocolaria, pero enseguida distinguió entre su rebaño, los dóciles, y los demás, los lobos. Sin embargo, los suyos se equivocan si piensan que gobierna para ellos. Gobierna para un grupito de privilegiados. En cierto sentido, distinto del tradicional, pero minoría favorecida al fin de cuentas: sus hermanos, sus parientes, sus compadres y una variopinta colección de contratistas caza fortunas, de oportunistas y de gurús extranjeros. En el trasfondo de los mensajes presidenciales resuenan los intereses de estos grupos. El presidente se dirige a ellos en inglés, no a los salvadoreños. Al parecer, se mueve con más soltura en ese idioma que en el nacional.
Tampoco habla de la realidad de las mayorías del país, sino sobre aquello que agiganta su imagen. La excepción son las pandillas y la seguridad, pero no la de los estadios y la responsabilidad de la Policía en la estampida. No habla de la sequía y del hambre que avanza inexorable. Ni del calvario de los usuarios de los servicios de salud. El discurso presidencial es tan deslavazado y confiado que ni siquiera cuida bien la articulación del panegírico. La exaltación de la figura presidencial es puntual, parcial y superficial. Un mosaico desarticulado al que la emoción encuentra sentido.
Una comunicación tan incompleta e incoherente no permite penetrar en la visión gubernamental de la realidad nacional. Los cambios profundos, prometidos el primer día del mandato y reiterados para cuando la mesa quede limpia de pandillas, son un enigma. La oscuridad lleva a pensar que esos cambios no están planificados ni financiados. Casa Presidencial no trabaja para colocar los fundamentos que conduzcan a la superación de los males estructurales heredados y agravados por la inflación, la sequía y la indolencia gubernamental, sino para enaltecer la figura del mandatario a través de las redes sociales. Los entusiastas no se alegran porque sus expectativas de ascenso socioeconómico están siendo satisfechas, sino por el éxito de otro, que dice dedicarse a ellos.
Desde hace ya varios años, Bukele no se encuentra con la población, ni siquiera con sus devotos. La relación presidencial está mediada por las redes sociales, las originales y las repetidoras. Si la mediación es siempre una barrera, que impide el contacto físico con los demás, las redes no solo aumentan esa distancia, sino también deshumanizan. Bukele no palpa la angustia de las mayorías. Se conforma con las encuestas de opinión. Es muy difícil gobernar para la totalidad atrincherado en Casa Presidencial, sin contacto directo con el pensar, el sentir, el sufrir y las expectativas de los gobernados. Sus ministros y altos funcionarios, incluidos los llamados representantes del pueblo, siguen su ejemplo. Ellos también han levantado barreras para evitar a la gente, para no escucharla ni tener que dar explicaciones. Ellos también ordenan, imponen y sancionan desde sus posiciones de poder.
Esta forma de gobernar convierte a los gobernados, ciudadanos con derechos y dignidad, a simples subordinados de los gobernantes. Estos les conceden lo que, desde el poder, les parece conveniente y, a cambio, les exigen agradecimiento y lealtad. La infantilización de la ciudadanía facilita mucho el ejercicio de la dictadura. No interpela, no cuestiona, no protesta. Acepta satisfecha lo que recibe. No exige; todo lo disculpa, todo lo explica. Los rebeldes y los revoltosos —hasta cierto punto, inconvenientes inevitables— son castigados por malagradecidos y sediciosos.