Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
El incidente protagonizado por cuatro agentes de la PNC en una escuela de Coatepeque ilustra los procedimientos policiales de forma palmaria y dramática. Los agentes irrumpieron en el aula de quinto grado, identificaron a un estudiante, lo obligaron a salir al patio y le propinaron una gran paliza a la vista de sus compañeros y maestros. La golpiza continuó fuera de la escuela. Luego, los trasladaron a la delegación policial, donde lo retuvieron en condiciones vejatorias hasta que otros agentes lo liberaron en la madrugada. El vocero policial no tiene reparo en reconocer la tortura, la cual justifica como “trabajo rutinario”, “con el ánimo de prevenir y erradicar la delincuencia”. El estudiante, según el vocero, merecía ese castigo, porque “este tipo de jóvenes merodean al centro escolar para reclutar a otros para la pandilla” y porque “ha sido detenido anteriormente por portación de armas”.
Los estudiantes y los maestros fueron testigos impotentes de cómo previene el Gobierno. El reclamo de un docente, que exigió la orden de captura, no sirvió de nada ante la determinación policial. Abusos de autoridad y atropellos como este alejan cada vez más a las fuerzas de seguridad, y al Gobierno, de la gente. No deja de ser irónico que la misma Policía que practica la represión participe en las misiones de los casos azules de Naciones Unidas. También es cierto que una proporción significativa de la opinión pública aprueba y aplaude estos procedimientos. No actuaría de la misma manera si se detuviera a pensar por un momento que la víctima de la represión indiscriminada pudiera ser un hijo o un familiar.
Más que prevenir, esas acciones policiales muestran impotencia y frustración ante un fenómeno social destructivo fuera de control. La Policía no tiene la iniciativa, si es que alguna vez la tuvo; se limita a reaccionar. Recoge cadáveres, hace redadas nutridas y señala la procedencia de las órdenes. No está de más hacer el ejercicio de imaginar cómo será la sociedad cuando la represión haya terminado con las pandillas, si es que algún día acaba con ellas. Una sociedad regida por la agresividad, la violencia y la venganza es inviable, en términos humanos y cristianos.
Por ahora, el aumento de la represión no ha bajado la tasa de homicidios, la gran meta del Gobierno. Al contrario, esta muestra una tendencia al alza, que contradictoriamente coincide con el despliegue de equipo militar en las calles de la capital. Es todavía más sorprendente que el gasto militar sea similar al de mediados de la década de 1980, cuando la guerra civil era más intensa, porque ahora el país se encuentra formalmente en paz y porque ese gasto no parece contribuir a alcanzar la meta gubernamental. La relación inversión-rendimiento es negativa. En términos capitalistas, es una mala inversión. Pero eso no es todo. Desde que el Ejército salió a la calle, las denuncias por abuso de autoridad, tortura, robos, etc. se acumulan. La Fuerza Armada es una de las instituciones más denunciadas en la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Hasta cierto punto, es comprensible que los militares no contribuyan a bajar la tasa de homicidios, porque no están preparados para asumir labores policiales urbanas.
El Gobierno no tiene explicación del fenómeno. Sus voceros atribuyen cansinamente el aumento de los homicidios a una interminable lucha intestina de las pandillas. Es una posibilidad, pero una buena Policía respaldaría esa afirmación con datos sólidos. Sin evidencia, esa no es más que opinión. Desde hace mucho tiempo, casi todos los crímenes son atribuidos a las pandillas. La repetición ha convertido lo que quiere ser una explicación en una muletilla. No todos los homicidios, tal vez ni siquiera una proporción significativa, son atribuibles a las pandillas o están relacionados con ellas. Probablemente, una buena parte cae dentro del crimen común. Atribuirlos a las pandillas es muy cómodo: evita investigar, justifica la inacción y la ineficiencia, y alimenta el terror, un rédito muy apreciable para los populismos de todos los colores.
La irracionalidad y la brutalidad no previenen el delito. Al contrario, impulsan a las víctimas a unirse a las pandillas, porque en ellas encuentran protección, una oportunidad para la venganza y un medio de vida. Otra alternativa es unirse al flujo permanente de emigrantes, que huye hacia el Norte en busca de las oportunidades que aquí le son negadas. Los riesgos no los detienen, porque más arriesgan permaneciendo en el país.
¿Qué sentido tiene introducir tecnologías digitales, inglés y otras modernidades progresistas en las escuelas si la muerte violenta se ensaña en los jóvenes? ¿Qué sentido tiene educar a la juventud en moral y cívica si la conducta de policías y soldados no es cívica ni moral?