Reflexiones sobre la insurrección popular

Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero

La juventud de Nicaragua se ha tomado el espacio público de Managua y de muchas otras ciudades para exigir el fin de la dictadura de la familia Ortega. La sublevación estalló inesperadamente, a raíz del endurecimiento del sistema de pensiones. La revuelta cívica es masiva, espontánea y eficaz. Inusitadamente, consiguió sentar al dictador en una mesa de diálogo, donde los estudiantes le echaron en cara el autoritarismo y la represión, y le exigieron abandonar el poder. La reacción represiva del régimen, a pesar de su brutalidad, no ha logrado hasta ahora detener la protesta. Al contrario, la ha fortalecido, hasta el punto de paralizar el país.

Una nueva generación de jóvenes, ajena a la lucha contra la dictadura de Somoza y a la década de gobierno sandinista, se ha sublevado contra otro régimen dictatorial, muy similar a aquel. La lucha heroica de aquellos tiempos, que parecían olvidados, ha adquirido nueva actualidad. Años de arbitrariedad, de autoritarismo, de corrupción y de mentira colmaron la tolerancia ciudadana. Presa de la indignación y la cólera, la población, guiada por la juventud, se ha apoderado de las calles y las carreteras, y ha puesto al régimen en jaque. La rabia popular se ha ensañado con el símbolo más representativo de la dictadura de Ortega, los llamados “árboles de la vida”. Aun cuando el Gobierno sobreviviera, carecerá de legitimidad y su autoridad será contestada por la ciudadanía.

A mediano plazo, Ortega y su familia tendrán que abandonar el poder y, eventualmente, el país. El proyecto dinástico, al igual que el de Somoza, ya no tiene posibilidades, porque ha perdido la legitimidad para ser viable, y la represión, aunque puede tener efecto disuasorio, tiene un límite. El final del régimen puede ser negociado y pacífico, o violento y destructivo. Si la salida política fracasa, el golpe militar es una alternativa para hacer posible la transición. El régimen que proclamaba arrogantemente su cristianismo y solidaridad ha demostrado ser asesino y mentiroso.

La fuerza de la rebelión popular es su espontaneidad, pero quizás eso mismo sea su gran debilidad, al carecer de una dirección unificada y de un proyecto de transición claro. Los jóvenes, los vecinos de los barrios y los campesinos han tomado la iniciativa y la han mantenido con admirable determinación y creatividad, a pesar de una represión brutal. La poderosa empresa privada, aliada del régimen, ha tomada distancia del mismo, forzada por la sublevación ciudadana. Su margen de maniobra es pequeño, porque no tiene la iniciativa ni la fuerza. El Ejército, que también ha tomado distancia, es una incógnita.

Los rebeldes hablan de libertad y de democracia, valores que deben concretarse para colmar las expectativas suscitadas por la insurrección. La expulsión de Ortega y su familia del poder no es más que el primer paso, el cual será seguido por una transición en la que se decidirá lo que viene después. De ahí la importancia de tener claridad sobre ese proceso y sus metas.

Arena y sus socios siguen de cerca la evolución de la situación. Sus voceros saludan la rebelión contra un régimen al cual consideran enemigo por su presunta ideología comunista. No así los capitales que han invertido fuertemente en Nicaragua, amparados en la alianza de Ortega con el sector privado. Súbitamente, la inestabilidad y la incertidumbre amenazan unas inversiones que hasta ahora parecían seguras. Invirtieron en el vecino país y no en El Salvador, porque aquel ofrecía más garantías. No es la primera vez que el capital prospera gracias a la dictadura latinoamericana, aunque sea de izquierda. El capitalismo neoliberal no es más que la dictadura de la máxima ganancia y la acumulación.

El FMLN no retomará la opción insurreccional de Nicaragua tal como lo hizo en la guerra, cuando soñó con hacer lo mismo acá. Si Nicaragua había podido con la dictadura de Somoza, por qué no El Salvador con la dictadura de los militares. En esta ocasión, no habrá sobresaltos por este lado. Sin embargo, el país sufre las consecuencias de una revuelta más organizada, más prolongada y mucho más letal que la nicaragüense. Las pandillas constituyen, en cierto sentido, una sublevación juvenil contra un capitalismo neoliberal excluyente. Irónicamente, la opción de los Gobiernos del FMLN, y de una proporción significativa de la sociedad, es el exterminio. La misma opción de la dictadura de la familia Ortega. A una aniquilación se ha respondido con otra.

El Salvador vive bajo la dictadura del capitalismo neoliberal. Pero a diferencia de Nicaragua, no habrá una insurrección, excepto la de las pandillas. En buena medida porque, a diferencia de Nicaragua, donde la perversidad de la dictadura se encarna en una pareja, la del capitalismo no tiene rostro, solo efectos devastadores. Por eso, los capitalistas de El Salvador se cuidan mucho de dar la cara. Solo difunden su lado más amable, la llamada responsabilidad social empresarial, actos de caridad organizada, cuyo efecto benefactor es muy limitado.

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