Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
Monseñor Romero sigue siendo muy incómodo. El anuncio de su próxima canonización ha confirmado esa incomodidad, manifiesta cuando fue declarado beato. La santidad del arzobispo mártir ha suscitado dos interpretaciones. Una de ellas se concentra en el nacionalismo: Mons. Romero es un santo salvadoreño, donde el énfasis recae en lo salvadoreño, no en la santidad. A esta corriente no le interesa explicitar en qué consiste dicha santidad. Fácilmente cae en la emotividad, fuerte pero superficial, del nacionalismo al estilo de la que provoca “la selecta”. Este nacionalismo es tan poderoso que borra, pasajeramente, las diferencias socioeconómicas. El Ministerio de Turismo, en sus afanes por crear la marca “El Salvador”, explota la santidad de Mons. Romero y la de los otros mártires del pueblo salvadoreño con propósitos económicos. En sí mismo, el turismo es una actividad positiva; otra cosa es comercializar a los mártires del pueblo salvadoreño.
Sin embargo, en el nacionalismo se observa otra deriva implícita respetuosa de la tradición martirial del pueblo salvadoreño. El orgullo nacionalista que pueda despertar la santidad de Mons. Romero es sano cuando se admira de que en uno de los momentos históricos más tenebrosos de la vida del país, cuando la violencia y la muerte predominaban, surgieron hombres y mujeres que denunciaron la represión militar y su raíz más profunda, el poder oligárquico. Solo quienes anhelan la igualdad, la justicia y la solidaridad tienen capacidad para enorgullecerse de la tradición martirial del pueblo salvadoreño, representada admirablemente en Mons. Romero. El orgullo legítimo no permanece en la contemplación autocomplaciente, sino que da continuidad a aquellas luchas en este mundo de hoy, también injusto y violento.
La canonización de Mons. Romero también ha desencadenado un profundo deseo de reconciliación. Esta clave interpretativa recibe la canonización con la esperanza de que la santidad de Mons. Romero haga realidad la postergada reconciliación nacional, una deuda pendiente desde 1992. El deseo es legítimo, porque la sociedad salvadoreña aún no ha podido reconciliarse con su pasado ni con su presente. El encubrimiento de los crímenes de la guerra —y de la posguerra— por los militares, los sucesivos Gobiernos y los jueces imposibilita la reconciliación con el pasado y mantiene la división en el presente. La irracionalidad y los intereses creados han impedido entendimientos sociopolíticos que hagan viable la vida para la mayoría de la sociedad salvadoreña. El exacerbado capitalismo neoliberal, centrado exclusivamente en la máxima ganancia y la acumulación ilimitada, ha ahondado las viejas divisiones sociales, ha desatado violencias más devastadoras que las antiguas y ha hecho del país, de nuevo, un reino de muerte.
No obstante, la santidad de Mons. Romero no es mágica. La gracia salvadora de Dios no actúa sin la colaboración humana. La santidad no obvia la responsabilidad. Sin la colaboración activa de todos los sectores sociales, cada uno desde su especificidad, no habrá reconciliación. La santidad de Mons. Romero ofrece una motivación poderosa, que empuja en esa dirección. Él mismo, en medio de los horrores de la irracionalidad de la década de 1970, nunca perdió la esperanza en la existencia de una salida. Esa convicción lo llevó a denunciar las falsas soluciones. Por eso, su voz profética se volvió intolerable para los poderosos de entonces, que optaron por callarla. Sin embargo, esa voz resuena todavía en los corazones de las mayorías. La santidad confirma la verdad de su palabra y cuestiona de nuevo a los poderosos actuales.
La reconciliación comienza por reconocer que Mons. Romero tenía razón. Pero una cosa es que la Iglesia católica lo proclame y otra que los poderosos de ayer y de hoy lo reconozcan y, al hacerlo, confiesen que se han equivocado. En consecuencia, deben pedir perdón. Pero eso no es suficiente para alcanzar la reconciliación. La confesión y el arrepentimiento deben ir seguidos del compromiso de poner en práctica las enseñanzas de Mons. Romero y de luchar denodadamente contra toda forma de explotación, opresión y esclavitud. Mientras tanto, la santidad de Mons. Romero se eleva en el horizonte de la nación como una luz que ilumina las resistencias y los obstáculos del largo y penoso camino de la reconciliación.
Curiosamente, ninguno de los candidatos de esta temporada electoral ha hablado de la necesidad de reconciliación. Prometen de todo, menos reconciliación. Tal vez la dan por hecha, quizás la temen, tal vez la dejan de lado por imposible. Sea lo que sea, obviarla deja sin fundamento las maravillas que prometen. Diferentes divisiones, todas ellas corrosivas, impiden la convivencia humana de la sociedad salvadoreña. ¡San Romero de América, ruega por nosotros!
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