Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
La dificultad no es la democracia; indudablemente, la democracia es la mejor forma de gobierno conocida hasta ahora. El problema surge por las opciones que la democracia salvadoreña propone al electorado. Cómo elegir sin candidatos o candidatas elegibles. La razón se resiste a votar por quienes prometen alegremente sin financiamiento y por quienes ofrecen lo excelente, pero se olvidan de lo bueno. Ofrecen el Primer Mundo cuando el actual está al borde de la quiebra financiera. Prometen cámaras de vigilancia de alta resolución cuando tienen las calles destrozadas y ocupadas por negocios particulares. O anuncian cambios radicales, pero indeterminados.
Sin duda, entre tantos candidatos, hay políticos capaces, íntegros y bien dispuestos a servir, pero sus virtudes y sus buenas intenciones desaparecen ante la imposición de la dirigencia del partido en el cual militan. De todas maneras, a pesar de sus virtudes y buenas intenciones, tampoco ellos han explicado de dónde sacarán el dinero para financiar sus maravillosas promesas. La ausencia de opciones reales coloca al voto en entredicho. Se puede argumentar que entre tanto mal conviene escoger el menor. Pero siempre es un mal, razón por la cual se disfraza engañosamente de bien. Invocar la fe en la democracia es equívoco, porque fe únicamente en Dios. Lo humano, aunque se presente muy promisorio, siempre puede defraudar, porque su naturaleza es intrínsecamente limitada y contingente.
El sufragio adquirirá realidad y sentido cuando haya verdadera elección. Mientras tanto, la consulta popular, a través de las urnas, tiene mucho de ficción. La propaganda y la intelectualidad del orden establecido insisten en que el voto tiene sentido en sí mismo, prescindiendo de las circunstancias. Ciertamente, la abstención y la nulidad tienden a abandonar las urnas al voto duro de los partidos políticos. Sin embargo, también constituyen una protesta ciudadana, tanto más fuerte cuanto mayor sea su volumen. Esto es lo que en realidad preocupa a los defensores del orden establecido, porque cuestiona la legitimidad de los gobernantes elegidos. La alternativa que proponen es continuar como hasta ahora con la expectativa de que, algún día, de alguna manera, el ejercicio de la política será democrático. Es la misma actitud de desidia ante la crisis financiera: gobernantes y políticos confían que el dinero aparecerá de alguna manera.
Votar en las circunstancias actuales puede cambiar el color que gobierne la municipalidad y el color predominante en las decisiones legislativas, pero no la realidad, porque no existe un proyecto viable para transformarla. Por tanto, no existe diferencia entre votar y abstenerse, entre votar o anular el voto, excepto que la abstención y la anulación expresan el repudio a un sistema político viciado desde su raíz. Las presiones para evitarlo pretenden conservar un sistema antidemocrático, legitimado por el voto ciudadano. En el mejor de los casos, los que así piensan, quizás abrigan la expectativa de que, en el futuro indeterminado, llegará a ser democrático.
Una cosa es clara: el simple hecho de votar por uno u otro color y por los candidatos que militan bajo esa enseña no cambiará la forma de gobernar ni redundará en una elevación del nivel de vida de la mayoría de la población. La razón es sencilla: no existen planes para ello ni disponibilidad económica. Dinero hay, pero atesorado por unas cuantas fortunas que, con la complicidad de los Gobiernos de Arena y del FMLN —mucho más del primero que del segundo—, han evadido los impuestos desde siempre. El hecho es conocido en círculos privados, pero la Policía y la Fiscalía, tan feroces contra las pandillas, prefieren ignorarlo.
Los colores partidarios no son más que variaciones sobre un mismo tema, incluso en cuestiones tan graves como la seguridad ciudadana. El FMLN ofrece más represión; Gana, la pena de muerte; Arena guarda conveniente silencio, pero una vez en el poder, fiel a su trayectoria, seguirá los pasos del FMLN. Cómo ordenar el centro de San Salvador o crear espacios públicos en sus barrios y colonias sin algún tipo de diálogo, e incluso negociación, con las fuerzas que los controlan efectivamente.
El argumento más fuerte de los defensores del orden establecido se cae, porque el voto no cambia la realidad actual, sino que, al contrario, legitima una democracia secuestrada por los poderes fácticos del país. El único futuro que decide el voto, en las actuales circunstancias, es la continuidad. La abstención y la nulidad expresan el rechazo contundente de la población a esa forma de hacer política, no a la democracia. Ninguna democracia funciona sin el voto para elegir a los gobernantes, pero el voto solo es real si existen alternativas reales y viables entre las cuales elegir. La democracia es mucho más que el sufragio periódico. Democracia es redistribuir la riqueza nacional vía impuestos, servicios públicos universales y de calidad, seguridad ciudadana y respeto riguroso de los derechos humanos, socioeconómicos y políticos.