Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
Los voceros oficiales hablan demasiado y demasiado apresuradamente. No piensan lo que dicen ni sus implicaciones. La excesiva complacencia de una prensa que, por inercia o por pereza, no cuestiona las declaraciones oficiales ha contribuido a esa manera irresponsable de informar a la sociedad. Los funcionarios ponen sus energías en la retórica mediática, olvidando que de lo que se trata es de transformar la realidad. Al parecer, según su lógica, el discurso oficial tendría poder para crear realidad.
El Director de la Policía es una de las víctimas de esa manera imprudente y temeraria de hablar. Ante un nutrido grupo de periodistas, denunció la violación de varias promotoras de salud por tres pandilleros. Incluso se permitió exhibir la fotografía de uno de ellos. Pero resulta que no hubo tal violación, sino una agresión sexual; que los agresores no fueron tres, sino solo uno; y que la fotografía mostrada no era la del responsable. El Director no ha reparado el daño causado. Ni siquiera ha pedido disculpas. La Policía, al igual que los militares y, en general, los altos funcionarios, no se disculpa. Solo se dijo que revisarían los procedimientos policiales, pero sin detallar cuáles ni los criterios de la revisión. El fiasco del Director de la Policía muestra hasta dónde puede llegar esa cultura de la palabra fácil y temeraria. Hechos como este son frecuentes, porque la labor policial y fiscal se desarrolla como espectáculo mediático.
Esta manera de proceder de la Policía y la Fiscalía, cada vez más generalizada, pone de manifiesto las deficiencias de unas instituciones empeñadas en una torpe cruzada contra las fuerzas de mal, en la cual no llevan las de ganar. Al contrario, sus prácticas empeoran la situación para los habitantes de barrios, colonias y cantones. A la Policía y a la Fiscalía les falta inteligencia, racionalidad y realismo. No deja de sorprender que los otrora guerrilleros, ahora convertidos en funcionarios, hayan olvidado cómo impidieron al Ejército ganarles la guerra. Policías y fiscales actúan por sospechas y habladurías, es decir, prescinden de la evidencia y de la prueba científica. Bastantes jueces, por su lado, se lo toleran. Algunos de ellos incluso escriben la sentencia antes de la audiencia.
La insensata intervención del Director de la Policía tuvo lugar casi al mismo tiempo que la prensa nacional saludaba entusiasmada una multitudinaria redada de pandilleros en Estados Unidos, pasando por alto que la acción policial había sido precedida por tres años de investigación. En efecto, el documento policial registra detalladamente cada amenaza, cada golpe, cada intercambio de droga y cada asesinato cometido por los capturados. Esa clase de omisiones explica que, simultáneamente, en la primera página de uno de esos periódicos apareciera como hecho cierto lo que en sus páginas interiores era una sospecha policial. A veces da la impresión de que la prensa nacional, a juzgar por la forma como presenta la información, aguarda a que Trump resuelva el problema de las pandillas en El Salvador.
La Policía no persigue el delito, sino que humilla, insulta y golpea, también asesina, porque considera que su misión consiste en castigar a quienes considera delincuentes. Si resulta que no lo son, peor para ellos. Y así continúa imperturbable la represión. La Fiscalía también humilla y tampoco pide disculpas. Sean o no culpables de los delitos imputados, haya pruebas o no, los detenidos son presentados ante la prensa como culpables. De hecho, no lo son hasta que así lo decide un tribunal. La cárcel también está diseñada para humillar y castigar severamente al recluso.
Esta manera de proceder profundiza la enemistad entre la población y la Policía, en particular, y la autoridad, en general. La brecha es cada vez más amplia, el temor y el odio a policías y soldados es cada vez mayor, y la decisión de vivir al margen de la legalidad como una posibilidad para sobrevivir se impone cada vez más. La simpleza temeraria del procedimiento policial y fiscal perjudica la deseada eficacia. El fracaso intenta ocultarse con la represión generalizada.
Sorprende que un Gobierno con raíces revolucionarias de izquierda dirija esta estructura represiva. No se trata de condescender con los delincuentes y los asesinos, sino de proceder de acuerdo con la legislación. Sorprende la brecha que separa cada vez más a los altos dirigentes del FMLN de la población a la cual dicen defender, por la cual pelearon la guerra y a favor de la cual dicen gobernar. Solo los siguen los leales, el voto duro. El discurso gubernamental que asegura haber recuperado el control del territorio, haberlo convertido en lugar seguro y haber entablado relaciones armoniosas con sus pobladores los pone en ridículo. La ineficacia es seguida por la mentira. Esta es una de las razones por las cuales la izquierda latinoamericana ha perdido su razón de ser.